9 de junio de 2009

Unas elecciones europeas marcadas por el abstencionismo y el debate en clave nacional.

Durante los próximos días intentaré hacer un breve análisis de los resultados de las elecciones europeas en varias entregas. Comencemos hoy con una breve discusión sobre la participación electoral. En el conjunto de la Unión Europea, el índice de participación en estas elecciones ha sido del 43,01%, lo que viene a ser el mínimo histórico desde que se han venido realizando este tipo de elecciones. Tal y como están las cosas, es difícil de creer que allá por 1979 se diera una participación del 63%. No acierta uno siquiera a imaginar la ilusión europeísta que debiera haber embargado a nuestros conciudadanos en aquél entonces. No tiene uno más que ver los gráficos que la prensa ha ido publicando estos últimos días para darse cuenta de que tenemos entre manos un grave problema de legitimidad de las instituciones europeas. No parece que sean muchos quienes ponen en entredicho la propia existencia de la UE, pero no puede negarse un claro desencanto con sus instituciones. No conviene seguir mirando para otro lado mientras este descontento no hace sino crecer, por lo que algo más abajo escribiré algunas líneas sobre posibles soluciones al problema.

Por lo que respecta a la participación en España, ha alcanzado el 46%, lo que nos sitúa claramente por encima de la media europea. No obstante, no creo que sea como para lanzar las campanas al vuelo. Todo lo que sea registrar una participación cercana o por debajo al 50% me parece, de hecho, más bien vergonzoso. Tampoco hace mucho que señalábamos con dedo acusador a los bajos índices de participación en los EEUU como clara prueba de una democracia en crisis y con escasa legitimidad entre sus ciudadanos. Pues bien, ya ha llegado el problema por esta otra orilla del Atlántico. Haríamos bien en aplicarnos el cuento, so pena de ser acusados —con toda la razón del mundo— de hipocresía.

Pero es que, finalmente, hemos asistido también a una campaña electoral centrada fundamentalmente en el debate político nacional, ignorando por completo los acuciantes problemas a que habemos de hacer frente como Unión Europea. En este sentido, creo que José Ignacio Torreblanca dio en la tecla en su artículo titulado El drama europeo, publicado ayer por El País:
Compartirán conmigo la satisfacción por la alta calidad del debate europeo que hemos podido mantener estos días. Gracias a la campaña y a los debates tengo una idea mucho más precisa de lo que va a pasar con Turquía, si finalmente será miembro o no, o de cuándo entrarán todos esos pequeños países de los Balcanes que están llamando a nuestra puerta. También tengo más clara la respuesta de Europa a la crisis económica, superando lo que hasta ahora no ha sido más que una cacofonía de planes de estímulo nacionales. Me inquietaba antes de comenzar la campaña si Europa tenía la voluntad de convertirse en un actor realmente global, capaz de sumar sus enormes recursos políticos, diplomáticos y militares en defensa de sus valores e intereses, pero ahora sé que vamos en la buena dirección. Y cómo no, estoy agradecido porque hayamos hablado de dónde trazar los límites entre liberalización y regulación, porque eso tiene consecuencias importantísimas sobre la economía, el empleo o la viabilidad de nuestros estados del bienestar. Lo más importante: que las elecciones no sólo han ayudado a que conozcamos con precisión cuál es la agenda europea para los próximos cinco años, sino que, a la vez, han ofrecido una oportunidad para que los europeos nos identifiquemos con nuestro sistema político. Fin de la ironía.

No se trata ya que nada de lo que indica Torreblanca se haya debatido durante la campaña electoral sino que, encima, en la mayor parte de los casos ni siquiera se han mencionado estos asuntos. Por el contrario, el debate se ha hecho siempre en clave nacional, como si se tratase de unas primarias o algo similar. Por desgracia, como también señala Torreblanca, el precio que seguramente habremos de pagar por esta falta de auténtico debate europeo es demasiado caro: la progresiva irrelevancia de Europa como actor global.

Dicho todo esto, entremos a discutir las posibles soluciones. En primer lugar, no estaría de más que, al igual que sucede con las elecciones nacionales, éstas otras al Parlamento Europeo sirvieran para algo más que elegir los diputados. O, lo que es lo mismo, que los ciudadanos tuviéramos bien claro antes de acercarnos a las urnas cuáles son los candidatos de los principales partidos a la Presidencia de la Comisión Europea, de tal forma que el resultado sirviera al mismo tiempo para contrastar el apoyo de los distintos candidatos. Alternativamente, también pudiera ser posible que, al mismo tiempo que los ciudadanos elegimos a nuestros representantes en el Parlamento Europeo, pudiésemos también elegir entre varios candidatos a la Presidencia de la Comisión directamente. Esto último tendría el potencial, además, de aumentar significativamente el interés por los comicios y obligaría cuando menos a estos candidatos a debatir en clave europea, dejando de lado los asuntos puramente nacionales.

Segundo, convendría considerar la posibilidad de que candidatos y listas vayan identificadas no por el nombre y los símbolos de los partidos nacionales sino por sus correspondientes organizaciones europeas. Así, en lugar de elegir uno la papeleta del PSOE con el tradicional logo del puño y la rosa, elegiría la del Partido de los Socialistas Europeos y otro tanto ocurriría con el PP y el Partido Popular Europeo. Si acaso, siempre podrían incluirse los nombres de los partidos nacionales bajo los de las organizaciones transnacionales correspondientes.

Sin embargo, me parece que el mayor obstáculo con que nos encontramos para el desarrollo de una campaña electoral en auténtica clave europea es la inexistencia de medios de comunicación transnacionales. Sencillamente, la infoesfera de la UE está aún dividida en una miríada de medios, algunos de ellos de relevancia internacional (como pudieran ser The Times, Le Monde, The Economist, La Repubblica o El País), pero que en realidad limitan su esfera de influencia a su propio país (con la excepción de The Economist). Salvo los casos mencionados (todos ellos en el ámbito de la prensa diaria o semanal), no existen canales de televisión o de radio dignos de mención que extiendan su influencia por toda la UE. La inexistencia de una lengua común dificulta obviamente la implantación de medios de comunicación auténticamente europeos. En este sentido, The European (creado en 1990 y desaparecido en 1998) ha sido, de momento, el único intento serio de consolidar un medio europeo y europeísta. Debemos preguntarnos, pues, hasta qué punto es posible siquiera que se desarrolle un debate europeo sin que existan medios de comunicación a escala de la UE. Yo estoy convencido de que lo uno va de la mano de lo otro.

Así pues, ¿qué solución cabe? ¿Es posible fomentar o crear un entramado europeo de medios de comunicación? Propongo desde aquí dos ideas que vendrían a rellenar este hueco. Podríamos, en primer lugar, lanzar una radio y televisión pública a nivel de la UE con una programación fundamentalmente en inglés (cierto, dolería a franceses y alemanes, pero no veo de qué otra forma pudiera hacerse) y sin que ello sea óbice para la inclusión de programas de cobertura nacional en otras lenguas. Y, por otro lado, por lo que respecta a la prensa escrita, podríamos proponer la publicación de un suplemento semanal financiado por la UE pero completamente autónomo y escrito por periodistas de los distintos diarios que se presten a colaborar. Este otro modelo sí que se presta mejor a la publicación en las distintas lenguas oficiales de cada país, región o nacionalidad.

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