13 de junio de 2009

Una derrota sin paliativos de la socialdemocracia.

Escribíamos el otro día sobre los bajos índices de participación de las elecciones al Parlamento Europeo. Hoy toca echarle un vistazo a los resultados por partidos a nivel de la Unión Europea, antes de entrar en lo que nos afecta más directamente: los resultados españoles. La cuestión es que, se mire como se mire, la socialdemocracia europea ha experimentado una de sus derrotas electorales más amargas. No caben las medias tintas. Reconozcámoslo, pues es la única forma de poder reflexionar sobre las causas de la derrota y comenzar a discutir las posibles soluciones.

De entrada, el Partido Popular Europeo (PPE) volverá a ser la primera fuerza del Parlamento Europeo con un total de 264 parlamentarios, es decir, cien actas más que su rival, el Partido de los Socialistas Europeos (PSE). De hecho, los democristianos y conservadores han aumentado la distancia que les separaba de los socialistas en esta ocasión. Hasta un periódico tan cercano a la socialdemocracia como El País no tenía más remedio que reconocer que la derecha gana terreno en Europa, apuntillando el titular con los siguientes comentarios que se limitan en realidad a describir objetivamente lo que no es sino un serio revés para la izquierda europea:
La derecha se mantiene sólidamente en Alemania y se refuerza en Francia, Italia, Reino Unido y Polonia. (...) El descalabro socialista ha sido especialmente notable en el Reino Unido y Francia, pero también en Dinamarca, Holanda y Hungría.

Cierto, el centro-derecha no alcanzó más que el 35,9% de los votos, pero los socialistas se quedaron en un pobre 21,9%, es decir, a 14 puntos porcentuales (o, para que se entienda mejor por estos lares, un resultado "a la andaluza" o incluso mejor). En otras palabras, que la hegemonía electoral de la derecha en la Unión Europea es, en estos momentos, incontestable. Y, por si esto fuera poco, se ve aderezada además con el ascenso de la ultraderecha, que ha obtenido representantes por el Reino Unido por primera vez, aparte de haber experimentado significativos avances en Finlandia, Austria, Hungría, Eslovaquia y Holanda.

Por lo que hace a los demás partidos, los liberales se hacen con el 10,9% de los votos, los distintos grupos verdes y ecologistas con el 7.2% (a destacar aquí, sin lugar a dudas, el avance de la candidatura ecologista en Francia de la mano de Daniel Cohn-Bendit, quien les ha acercado peligrosamente a los socialistas. La izquierda comunista o neocomunista, por su parte, se queda en el 4.3%, por debajo incluso de la extrema derecha.

Ante estos nefastos resultados para la izquierda europea, no me cabe duda de que algunos se apresurarán en señalar la baja participación como principal culpable. Ya se sabe: el voto de la derecha siempre se moviliza más que el de la izquierda, los votantes suelen ver en las elecciones al Parlamento Europeo la ocasión ideal para darle una bofetada al Gobierno de turno e inclinarse por las candidaturas más o menos exóticas, etc. Todo esto está muy bien, si no fuera porque el argumento está ya demasiado manido. De entrada, si la afirmación de que el voto de derechas se moviliza más que el de izquierdas fuera cierta cabría preguntarse por qué es así. ¿O es que se trata acaso de una verdad de aplicación universal, ley natural e indiscutible? Reflexionaremos un poco más abajo sobre este tema. Pero es que, por otro lado, hay algo más que tampoco cuadra: si los ciudadanos se aprovechan de lo que consideran unas elecciones sin importancia como las del Parlamento Europeo para ejercer el voto de castigo y dar un aviso a sus respectivos gobiernos, ¿cómo es que las fuerzas de Merkel, Sarkozy y Berlusconi no parecen haberse visto afectadas o al menos no al mismo nivel que las de Brown o Zapatero? Como decíamos, algo no cuadra. Podemos repetir estas medias verdades hasta la saciedad y creernos que porque las oímos una y otra vez deben ser ciertas, pero ello no solucionaría nada. El hecho sigue siendo que los socialistas franceses no se han beneficiado de ningún voto de castigo a Sarkozy, ni tampoco los demócratas italianos han disfrutado de un apabullante crecimiento electoral a costa de Berlusconi gracias a la crisis económica y los escándalos de toda índole que publica la prensa continuamente. Es decir, que el voto de castigo únicamente parece afectar a los socialistas, y no al centro-derecha. Por algo será, digo yo.

Pero es que, por si todo esto fuera poco, nos encontramos en medio de la mayor crisis económica que ha sacudido al capitalismo desde los años treinta. Hasta tal punto ha llegado el descrédito de las política económicas liberales que el mundo asiste impertérrito al espectáculo de todo un Presidente estadounidense aplicando políticas que no pueden calificarse sino de socialdemócratas. La desregulación, las privatizaciones, la mano invisible del mercado... todo esos principios que hasta hace bien poco parecían dogmas incontestables, principios económicos de lo más básico sobre los cuales construir el resto de la ciencia económica, están siendo abandonados ahora (al menos de cara a la galería) hasta por la derecha más liberal, que se esfuerza en adoptar en su lugar un keynesianismo intervencionista que ni los socialistas se hubieran atrevido a defender durante los últimos treinta años so pena de ser acusados de antiguallas comunistoides. Y, sin embargo, en medio de este contexto claramente favorable a las propuestas ideológicas del centro-izquierda, asistimos a la mayor derrota de la socialdemocracia desde la Segunda Guerra Mundial (¡hemos sacado el 21,9% de los votos!).

¿A qué se debe, pues, esta derrota, si no podemos achacarla al alto nivel de abstención o al voto de castigo a los gobiernos? Reconozcamos, en primer lugar, que parte de responsabilidad sí que tienen esos dos factores en la derrota. No obstante, discrepo con quienes pretenden ver en ellos la razón fundamental del fracaso de la socialdemocracia en las urnas. Me parece que hay que mirar mucho más allá para lograr ver otras razones que me parecen de mucho más peso. En primer lugar, como decíamos más arriba, si no logramos movilizar a nuestro electorado en la misma medida en que lo hace la derecha, será por algo. Yo no sé exactamente en qué puede consistir ese "algo", pero ahí van algunas hipótesis: un buen número de ciudadanos progresistas están convencidos de que, gobierne quien gobierne, se seguirán aplicando políticas liberales porque la izquierda social está complatemente desmovilizada y, como mucho, actúa a la defensiva en casos de extrema gravedad; otros muchos creen que ni los gobiernos nacionales ni, por descontado, el Parlamento Europeo, van a poder llevar a cabo políticas sociales en un contexto de globalización y competencia a la baja, por lo que no queda sino capear el temporal como buenamente se pueda; y, finalmente, tampoco faltan quienes están desencantados con la profesionalización de la política y, en particular, de los partidos de la izquierda y más que líderes defendiendo programas e ideas ven a profesionales esforzándose por mantener sus privilegios adquiridos con uñas y dientes mientras el resto de la gente tiene que competir con la mano de obra barata de China y la India mientras se le recortan los derechos sociales adquiridos durante décadas y se hacen llamamientos más o menos disimulados al despido libre.

Pero es que, en segundo lugar, me da la impresión de que quizá estemos asistiendo a la crisis definitiva del modelo socioliberal que hemos venido aplicando desde principios de la década de los ochenta. Veamos. El modelo socialdemócrata más o menos puro (el que construyó el Estado del Bienestar en el periodo de postguerra) entró en claro declive con el triunfo del neoliberalismo thatcheriano allá a finales de los setenta. Desde entonces, la socialdemocracia sólo ha sido capaz de adoptar dos posiciones: la defensa a ultranza de dicho modelo sin modificación ni adaptación alguna, condenándose a una eterna estrategia defensiva y pasando al segundo plano como fuerza política desfasada por los acontecimientos, o, por el contrario, desdibujar su perfil socialdemócrata hasta convertirse en poco más que un socioliberalismo similar al del Partido Demócrata estadounidense (en este sentido, y aunque algunos socialistas europeos creyeron ver en el cambio de nombre una cierta traición a sus orígenes, me parece que los demócratas italianos fueron al menos consecuentes). Y, seamos honestos, Felipe González fue el artífice de la refundación del PSOE de un partido socialista con raíces obreristas y (sólo en parte) marxistas en un partido reformista liberal de centro-izquierda. Hace ya décadas que los partidos socialistas no defienden auténticas políticas redistributivas, sino que se limitan a aplicar política liberales con un cierto componente social y, eso sí, un claro progresismo en lo que respecta a aspectos como la integración de los inmigrantes, la defensa de las minorías, las políticas de igualdad, etc. O lo que es lo mismo, un liberalismo progresista. El neoliberalismo con rostro humano, podríamos decir. La otra cara de la misma moneda. Y, visto lo visto, ¿quién puede culpar a los ciudadanos por preferir el original o, más al caso, no sentir emoción alguna por apoyar a la copia vergonzante en las urnas? Los intelectuales de izquierdas entrevistados por el diario Público parecen estar de acuerdo con este análisis de la situación:
La serie histórica de los mismos comicios europeos muestra que la crisis de la izquierda viene, sin embargo, de muy lejos. El desplome de la socialdemocracia en algunos de sus feudos históricos (Alemania, Reino Unido, Holanda) es escalofriante: han perdido respaldo de forma sostenida a un ritmo tal que sus apoyos se reducen a la mitad o incluso a un tercio del que tenían hace sólo 20 años.

(...)

Hay otro elemento de fondo que afecta a las elecciones de primera división, las que sí deciden Gobiernos nacionales. Y la evolución es la misma: hace 10 años, Europa era un auténtico bastión de la izquierda. La situación se ha dado la vuelta: ahora, 20 de los 27 Ejecutivos de la UE son conservadores.

(...)

Hay mucha variedad, pero en mayor o menor medida, todos coinciden en un elemento central: la izquierda ha perdido por parecerse demasiado a la derecha. El fenómeno no es nuevo, sino que hay que remontarse al menos a 30 años atrás. Lo que ahora se está viviendo, justo cuando la crisis económica parece dar la razón al intervencionismo asociado a la socialdemocracia, no sería más que la culminación de un largo camino emprendido para despojarse de su ADN.

Como se afirma en el mismo artículo, la lista de males es muy larga, pero el hecho de que los políticos socialistas hayan adoptado las mismas maneras que la tan denostada casta de políticos profesionales que siempre caracterizó a la derecha ha contribuido lo suyo a la desilusión de los votantes de izquierdas. Ninguno de nuestros partidos puede considerarse hoy en día un auténtico partido de masas con una sólida implantación social, lo que debiera llevar a plantearnos hasta qué punto podemos defender políticas de transformación de la sociedad en estas condiciones. Por el contrario, nos hemos convertido, al igual que la derecha, en partidos electorales o atrapalotodo (catch-all parties) donde el aparato lo decide todo y el equipo de marketing se esfuerza por conseguir votos cada vez que hay elecciones. Pero no nos damos cuenta de que ninguna política auténticamente de izquierdas (ninguna política de transformación social, esto es, que cuente a priori con la oposición de los poderes establecidos, sobre todo en la esfera económica) puede salir adelante sin la movilización social. El mero voto en la urna no lleva a ningún sitio más allá de la mera gestión de lo existente. De ahí que nos hayamos convertido en meros partidos liberales con rostro humano. Llamémoslo como es. Tengamos al menos la valentía de reconocerlo si de verdad queremos cambiar algo.

En fin, dejémoslo ahí. Todavía tenemos que entrar en la reflexión sobre los resultados nacionales y, quizá, si me queda tiempo, hablaré algo de los resultados en Andalucía y Sevilla en un último artículo. Después veremos si nos queda tiempo durante este verano para esbozar lo que pudiera ser un nuevo programa del socialismo europeo. Me refiero, por supuesto, a algo que baje al nivel de lo concreto, que huya de la mera abstracción teórica e intente combinar teoría y praxis.

9 de junio de 2009

Unas elecciones europeas marcadas por el abstencionismo y el debate en clave nacional.

Durante los próximos días intentaré hacer un breve análisis de los resultados de las elecciones europeas en varias entregas. Comencemos hoy con una breve discusión sobre la participación electoral. En el conjunto de la Unión Europea, el índice de participación en estas elecciones ha sido del 43,01%, lo que viene a ser el mínimo histórico desde que se han venido realizando este tipo de elecciones. Tal y como están las cosas, es difícil de creer que allá por 1979 se diera una participación del 63%. No acierta uno siquiera a imaginar la ilusión europeísta que debiera haber embargado a nuestros conciudadanos en aquél entonces. No tiene uno más que ver los gráficos que la prensa ha ido publicando estos últimos días para darse cuenta de que tenemos entre manos un grave problema de legitimidad de las instituciones europeas. No parece que sean muchos quienes ponen en entredicho la propia existencia de la UE, pero no puede negarse un claro desencanto con sus instituciones. No conviene seguir mirando para otro lado mientras este descontento no hace sino crecer, por lo que algo más abajo escribiré algunas líneas sobre posibles soluciones al problema.

Por lo que respecta a la participación en España, ha alcanzado el 46%, lo que nos sitúa claramente por encima de la media europea. No obstante, no creo que sea como para lanzar las campanas al vuelo. Todo lo que sea registrar una participación cercana o por debajo al 50% me parece, de hecho, más bien vergonzoso. Tampoco hace mucho que señalábamos con dedo acusador a los bajos índices de participación en los EEUU como clara prueba de una democracia en crisis y con escasa legitimidad entre sus ciudadanos. Pues bien, ya ha llegado el problema por esta otra orilla del Atlántico. Haríamos bien en aplicarnos el cuento, so pena de ser acusados —con toda la razón del mundo— de hipocresía.

Pero es que, finalmente, hemos asistido también a una campaña electoral centrada fundamentalmente en el debate político nacional, ignorando por completo los acuciantes problemas a que habemos de hacer frente como Unión Europea. En este sentido, creo que José Ignacio Torreblanca dio en la tecla en su artículo titulado El drama europeo, publicado ayer por El País:
Compartirán conmigo la satisfacción por la alta calidad del debate europeo que hemos podido mantener estos días. Gracias a la campaña y a los debates tengo una idea mucho más precisa de lo que va a pasar con Turquía, si finalmente será miembro o no, o de cuándo entrarán todos esos pequeños países de los Balcanes que están llamando a nuestra puerta. También tengo más clara la respuesta de Europa a la crisis económica, superando lo que hasta ahora no ha sido más que una cacofonía de planes de estímulo nacionales. Me inquietaba antes de comenzar la campaña si Europa tenía la voluntad de convertirse en un actor realmente global, capaz de sumar sus enormes recursos políticos, diplomáticos y militares en defensa de sus valores e intereses, pero ahora sé que vamos en la buena dirección. Y cómo no, estoy agradecido porque hayamos hablado de dónde trazar los límites entre liberalización y regulación, porque eso tiene consecuencias importantísimas sobre la economía, el empleo o la viabilidad de nuestros estados del bienestar. Lo más importante: que las elecciones no sólo han ayudado a que conozcamos con precisión cuál es la agenda europea para los próximos cinco años, sino que, a la vez, han ofrecido una oportunidad para que los europeos nos identifiquemos con nuestro sistema político. Fin de la ironía.

No se trata ya que nada de lo que indica Torreblanca se haya debatido durante la campaña electoral sino que, encima, en la mayor parte de los casos ni siquiera se han mencionado estos asuntos. Por el contrario, el debate se ha hecho siempre en clave nacional, como si se tratase de unas primarias o algo similar. Por desgracia, como también señala Torreblanca, el precio que seguramente habremos de pagar por esta falta de auténtico debate europeo es demasiado caro: la progresiva irrelevancia de Europa como actor global.

Dicho todo esto, entremos a discutir las posibles soluciones. En primer lugar, no estaría de más que, al igual que sucede con las elecciones nacionales, éstas otras al Parlamento Europeo sirvieran para algo más que elegir los diputados. O, lo que es lo mismo, que los ciudadanos tuviéramos bien claro antes de acercarnos a las urnas cuáles son los candidatos de los principales partidos a la Presidencia de la Comisión Europea, de tal forma que el resultado sirviera al mismo tiempo para contrastar el apoyo de los distintos candidatos. Alternativamente, también pudiera ser posible que, al mismo tiempo que los ciudadanos elegimos a nuestros representantes en el Parlamento Europeo, pudiésemos también elegir entre varios candidatos a la Presidencia de la Comisión directamente. Esto último tendría el potencial, además, de aumentar significativamente el interés por los comicios y obligaría cuando menos a estos candidatos a debatir en clave europea, dejando de lado los asuntos puramente nacionales.

Segundo, convendría considerar la posibilidad de que candidatos y listas vayan identificadas no por el nombre y los símbolos de los partidos nacionales sino por sus correspondientes organizaciones europeas. Así, en lugar de elegir uno la papeleta del PSOE con el tradicional logo del puño y la rosa, elegiría la del Partido de los Socialistas Europeos y otro tanto ocurriría con el PP y el Partido Popular Europeo. Si acaso, siempre podrían incluirse los nombres de los partidos nacionales bajo los de las organizaciones transnacionales correspondientes.

Sin embargo, me parece que el mayor obstáculo con que nos encontramos para el desarrollo de una campaña electoral en auténtica clave europea es la inexistencia de medios de comunicación transnacionales. Sencillamente, la infoesfera de la UE está aún dividida en una miríada de medios, algunos de ellos de relevancia internacional (como pudieran ser The Times, Le Monde, The Economist, La Repubblica o El País), pero que en realidad limitan su esfera de influencia a su propio país (con la excepción de The Economist). Salvo los casos mencionados (todos ellos en el ámbito de la prensa diaria o semanal), no existen canales de televisión o de radio dignos de mención que extiendan su influencia por toda la UE. La inexistencia de una lengua común dificulta obviamente la implantación de medios de comunicación auténticamente europeos. En este sentido, The European (creado en 1990 y desaparecido en 1998) ha sido, de momento, el único intento serio de consolidar un medio europeo y europeísta. Debemos preguntarnos, pues, hasta qué punto es posible siquiera que se desarrolle un debate europeo sin que existan medios de comunicación a escala de la UE. Yo estoy convencido de que lo uno va de la mano de lo otro.

Así pues, ¿qué solución cabe? ¿Es posible fomentar o crear un entramado europeo de medios de comunicación? Propongo desde aquí dos ideas que vendrían a rellenar este hueco. Podríamos, en primer lugar, lanzar una radio y televisión pública a nivel de la UE con una programación fundamentalmente en inglés (cierto, dolería a franceses y alemanes, pero no veo de qué otra forma pudiera hacerse) y sin que ello sea óbice para la inclusión de programas de cobertura nacional en otras lenguas. Y, por otro lado, por lo que respecta a la prensa escrita, podríamos proponer la publicación de un suplemento semanal financiado por la UE pero completamente autónomo y escrito por periodistas de los distintos diarios que se presten a colaborar. Este otro modelo sí que se presta mejor a la publicación en las distintas lenguas oficiales de cada país, región o nacionalidad.