21 de septiembre de 2009

Los peligros de la democracia directa.

Sucede a menudo en política que nuestros prejuicios ideológicos más asentados se demuestran falsos cuando los sometemos a un análisis serio y detallado. Pues bien, una cosa así sucede con el concepto de democracia directa, por ejemplo. El País publica hoy un artículo de Timothy Garton Ash titulado Pesadilla en California (el original en inglés, publicado por The Guardian, puede leerse aquí) en el que viene a ilustrar muy bien este punto al comentar los problemas fiscales que sufre el estado de California:
¿Cómo se ha metido California en este lío? Algunos analistas dicen: "¡Demasiada democracia!" En la excéntrica versión californiana de la democracia directa, hay todo tipo de gasto público extravagante que se have bajo mandato de las llamadas iniciativas, propuestas por cualquiera capaz de reunir suficientes firmas y aprobadas por mayoría simple de quienes se molestan en ir a votarlas, mientras que las posibilidades recaudatorias del Estado se ven restringidas por ese mismo método. El ejemplo más famoso fue la Proposición 13, aprobada en 1978, que limitó de manera drástica los impuestos sobre los bienes inmuebles e hizo de California el único Estado de la Unión que requiere una mayoría de dos tercios en la legislatura no sólo para aprobar un presupuesto, sino para aumentar los impuestos.

El alcance de este "presupuesto a través de las urnas" es tan amplio que los legisladores calculan que no controlan más que entre el 7% y el 17% del gasto del Estado. Troy Senik, autor de un nuevo libro sobre los problemas del Estado dorado, dice que los californianos han vivido con la fantasía de que podían pagar impuestos como libertarios y ser subvencionados como socialistas.

Pero no es justo echar toda la culpa al gobierno del pueblo por el pueblo. California demuestra cómo se pueden pervertir esos experimentos de democracia directa, y que el camino hacia el infierno está empedrado de buenas intenciones. Porque este marco de iniciativas y referendos lo establecieron quienes se denominaban a sí mismos progresistas a principios del siglo XX para reducir el poder de los empresarios del ferrocarril y dar el poder a la gente corriente. Cien años después, son los grupos de intereses especiales de hoy, más bariados —no sólo multimillonarios y empresas, sino también los poderosos sindicatos de funcionarios públicos, sobre todo los que representan a los maestros y los guardias de prisiones— quienes se aprovechan del sistema en beneficio propio o para promover sus manías. Contratan a gente para recoger firmas sobre la iniciativa que quieren sacar adelante y utilizan la fuerza de la publicidad para ganar votos.


Siempre me ha parecido éste de la democracia directa un caso ejemplar de prejuicio izquierdista, donde la amplia mayoría de los progresistas siempre asume que se trata de algo positivo sin más. De hecho, no sólo puede tener las nefastas consecuencias de que nos advierte Timothy Garton Ash, sino que puede conducir además a la tiranía de una mayoría hábilmente manipulada por la minoría en el poder. Eso ya lo debíamos haber aprendido de las fracasadas revoluciones comunistas, que intentaron implantar un sistema político donde, al menos en teoría, la Asamblea Popular detentaba todo el poder. Tiene sentido desde cierto punto de vista: la separación de poderes que caracteriza a la democracia liberal representativa es, de hecho, menos democrática que entregar todo el poder a la cámara donde están representados todos los ciudadanos... si no fuera por el hecho de que el poder legisltivo es tan proclive a las manipulaciones y las corruptelas como cualquier otra rama del poder. ¿Y qué decir de la democracia directa, donde son los ciudadanos quienes deciden directamente con su voto? Dejando de lado la palpable evidencia de que es imposible poner en prática tal sistema en cualquier país siquiera de mediano tamaño, tendríamos que lidiar además con los mismos problemas: ¿qué sentido tiene entonces crear instituciones paralelas a la asamblea que vengan a ofrecer un contrapeso a lo que decida la mayoría de ciudadanos? Aún peor: ¿qué garantía tenemos de que las minorías no se alzarán de todos modos con el apoyo popular mediante el recurso a la demagogia más populista, con el agravante de que además no habrá contrapeso alguno para parar su rápida evolución hacia el totalitarismo?

En el ámbito de la política local, la tentación de la democracia directa puede observarse en el recurso desmedido a los presupuestos participativos con el susodicho argumento progresista de que es más de izquierdas
. Así, en Sevilla lleva poniéndose en práctica un programa de presupuestos participativos desde que se formara el gobierno de coalición entre PSOE e IU. En principio, la idea suena bastante bien: el Gobierno local asigna una determinada cantidad de dinero para que las distintas asambleas de vecinos y vecinas decidan cómo gastarlo. Durante un período de tiempo claramente delimitado, se hacen propuestas de todo tipo, grupos de trabajo que combinan a personal del Ayuntamiento con vecinos/as decide sobre su viabilidad, pasan a votación en una asamblea anual y, finalmente, se les hace el seguimiento a aquellas que hayan resultado vencedoras. Como digo, todo suena bastante positivo, fácil y directo. Pero, como de costumbre, el problema está en los detalles. Para empezar, los grupos de trabajo que se forman (tanto antes como después de las asambleas) son siempre políticamente manipulables, algo que de hecho sucede con frecuencia. Segundo, las asambleas anuales donde se votan las propuestas duran horas y horas y se suelen convocar entre semana. El resultado ya se lo pueden imaginar: escasa presencia de gente joven y adultos en edad de trabajar, y sobre-representación de jubilados. Ni que decir tiene que esto deforma los resultados, que tienen bien poco de democráticos en el sentido de representativos de la realidad demográfica del Distrito. Y, finalmente, un somero repaso a las propuestas deja bien claro que aquellas que tienen más posibilidades de ser aprobadas masivamente son las que ofrecen festejos populares y viajes recreativos.

En fin, que mi Distrito (Bellavista - La Palmera) dedica el 56,34% de un corto presupuesto a los presupuestos participativos (dinero que, como decíamos, se dedica fundamentalmente a festejos populares y diversas actividades recreativas). Por si esto fuera poco, se invierten 240.000 euros solamente en los trámites burocráticos del proceso (grupos de trabajo, asambleas, infraestructuras...). Si tenemos en cuenta que el monto total dedicado a los presupuestos participativos en mi Distrito es de 380.000 euros, resulta que por cada 10 euros que se invierten en el sistema, se gastan algo más de 6 en aspectos burocráticos. A lo mejor hay alguien que piensa que este sistema es tremendamente democrático y progresista, pero yo no acierto a verlo del todo. Mientras tanto, en otros lugares (Cerro-Amate, por ejemplo) se invierten 41.000 euros en juegos infantiles y 10.000 en becas y pensiones de estudio para los vecinos de bajos ingresos. ¡Eso sí que me parece progresista! Mientras nos quejamos del desastroso estado de nuestra educación y parece que hay un amplio consenso sobre la necesidad de cambiar el modelo económico, tiramos el dinero a espuertas en actividades recreativas. Eso sí, lo hacemos de una forma muy progre.

Por favor, que se me entienda: no me parece mal del todo la idea de promover la participación ciudadana en las decisiones presupuestarias del gobierno local, pero que más de la mitad del presupuesto de un Distrito se deje en manos de una asamblea de vecinos escasamente representativa de la población en su conjunto no me parece muy democrático, ni tampoco progresista. Presupuestos participativos, sí; pero dentro de unos límites. Usemos el sentido común.