30 de enero de 2009

Políticas económicas socialdemócratas.

Tanto se ha venido escribiendo en los últimos tiempos sobre la necesidad de regular la actividad económica y desarrollar una política económica socialdemócrata que venga a poner fin a los excesos de la época neoliberal que, mucho me temo, corremos el riesgo de que el péndulo avance demasiado en la dirección opuesta. O, para ponerlo en otros términos, me da la impresión de que mucha gente habla de políticas socialdemócratas cuando en realidad quieren decir estatismo. Son sobre todo los sectores próximos a Izquierda Unida y algunos sindicatos los que están tratando de aprovecharse de las duras circunstancias económicas por las que atravesamos para darle la vuelta a las manecillas del reloj y devolvernos a unos tiempos en los que el dinero caía del cielo y la igualdad imperaba en nuestras sociedades, o al menos así aparecen en su febril imaginación. Yo, por el contrario, pienso que debemos andarnos con cuidado en estos momentos. Una crisis es, sin lugar a dudas, la oportunidad de llevar a cabo los cambios que en tiempos mejores suelen aplazarse y sentar las bases para las próximas décadas, pero precisamente por ello es algo que debemos afrontar también con cierta responsabilidad, sin dejarnos llevar por demagógicos cantos de sirena y, sobre todo, siendo perfectamente conscientes de que la máxima según la cual "todo tiempo pasado siempre fue mejor" no suele ser sino un camelo.

Veamos, ¿en qué consiste una política económica socialdemócrata? Según me parece, tiene los siguientes rasgos distintivos:
  1. Reconocimiento de los límites del mercado como mecanismo para alcanzar nuestros objetivos como comunidad política. Digámoslo alto y claro, y digámoslo ya: el sistema de libre mercado ha probado ser, por el momento, el menos malo de los sistemas económicos. No podemos descartar la posibilidad de que en el futuro pueda aparecer una mejor manera de organizar nuestros recursos, pero de momento tenemos lo que tenemos. Cualquier intento de construir una alternativa al libre mercado durante el siglo XX ha acabado en fracaso estrepitoso en todos los frentes, no sólo en el económico, sino también en el político (con la construcción de algunos de los regímenes totalitarios más opresivos y criminales que haya visto la Humanidad). Conviene no olvidar las lecciones de la Historia, por más que nuestros comunistas se empeñen en hacer borrón y cuenta nueva echando mano ahora del experimento chavista en Venezuela, como si todos tuviéramos a mano las reservas de petróleo de que disfrutan allí y como si no se viera venir ya dónde puede acabar todo dentro de unos años si Chávez llega alguna vez a perder unas elecciones democráticas. Sin embargo, y pese a todo ello, no queda más remedio que reconocer que el libre mercado es un mecanismo autónomo que no entiende de valores humanos. Se fundamenta en un sistema de retroalimentación que ofrece los beneficios de su enorme adaptabilidad y eficiencia, pero que no acierta a ver más allá del mero provecho económico. Dudo mucho, sin embargo, que haya muchos partidarios entre nosotros de someter la vida humana a criterios de eficiencia económica sin más ni más. Estoy convencido de que ni siquiera los partidarios del liberalismo económico estarían dispuestos a afirmar eso de forma tan tajante. Las comunidades políticas se basan en una serie de supuestos y valores compartidos de una naturaleza bien distinta. Conceptos como el de tolerancia, igualdad o justicia le son completamente indiferentes al sistema de mercado. Sencillamente, no computan. No son cuantificables. Se trata de conceptos filosóficos, artificialmente creados por el ser humano, valores nuestros que no tienen existencia siquiera en la naturaleza física que nos rodea. Pese a todo, no sería posible construir una comunidad política decente sin afirmarlos, defenderlos y potenciarlos. Ahí es donde entra en juego el concepto de regulación: el Estado, como representante de la comunidad en su conjunto establece unas reglas básicas del juego que regularán la actividad económica y social de todos los agentes sociales, y estas reglas son precisamente la expresión de esos valores fundamentales que consideramos vitales como comunidad.
  2. El Estado es el encargado de marcar los objetivos últimos del sistema económico, como componente que es de un ente mayor que le precede, la comunidad política. Es decir que, lejos de permitir que los agentes económicos actúen siempre según su libre albedrío, el Estado interviene para establecer los objetivos últimos de la actividad económica, al igual que sucede en otros ámbitos. Y, cuidado, porque esto no quiere decir que el Estado haya de inmiscuirse en la actividad cotidiana de los agentes económicos, planificando su comportamiento del día a día. Simplemente, se limita a establecer un objetivo final, a liderar en el sentido no de ordenar, sino en el de proveer de una visión a largo plazo. De lo contrario, se cae bien en el economicismo puro y duro del neoliberalismo, construyendo un Golem autónomo que no entiende de preocupaciones ni valores humanos (es decir, lo que hemos tenido en los últimos veinte o treinta años), o bien en la planificación totalitaria que no deja resquicio a la libertad individual (en otras palabras, el comunismo). La política socialdemócrata no cree en un extremo ni en el otro, sino que apuesta por un sabio término medio, por la mesura y el sentido común de los valores humanos frente al economicismo y la libertad individual frente al comunismo.
  3. Desarrollo de políticas de igualdad y políticas sociales. En línea con lo escrito anteriormente, los socialdemócratas creemos en la necesidad de fomentar ciertos valores que nos parecen fundamentales para la existencia de una sociedad saludable. Pues bien, la igualdad de oportunidades es uno de esos valores fundamentales, objetivo esencial de nuestras políticas. Para desarrollarlo, llevamos a cabo políticas sociales de extensión de derechos y servicios que pueden tomar (de hecho, han de tomar) formas diferentes según las circunstancias, según la historia de cada comunidad política y, sobre todo, según los tiempos. En ese sentido, lo que importa es el objetivo final (la igualdad de oportunidades) y no el mecanismo concreto por el que optemos para llevarlas a cabo. Esto último es algo meramente circunstancial, algo que se adaptará siempre al contexto en que nos toque vivir.
Una vez establecido todo esto, se me puede decir con toda la razón del mundo que la democracia cristiana afirma unos valores similares, si no idénticos. Cierto. Después de todo, no hay que olvidar que el Estado del Bienestar es obra precisamente del consenso alcanzado entre socialdemócratas y democristianos después de la Segunda Guerra Mundial. Es decir, que las líneas fundamentales de política económica aquí descritas no nos pertenecen a nosotros solos. Pero, lejos de preocuparme, ello no hace sino convencerme aún más de que seguramente se trate de la política adecuada. Cuando socialdemócratas, democristianos y aquellos que defienden el llamado liberalismo social coinciden todos ellos en una política determinada frente a la defendida por quienes se encuentran en los extremos (es decir, el neoliberalismo y el comunismo), debe ser precisamente que estamos en el buen camino. En política, como en muchas otras cosas (pero sobre todo en política), me parece que el justo medio que defendiera Aristóteles es lo más razonable, siempre y cuando se conciba éste de una forma amplia y no como centro geométrico y equidistante. En otras palabras, que creo en el centro como zona o área, más que como punto. En todo caso, me perocupa bien poco con quién pueda coincidir en una opinión si la considero correcta. Sólo los fanáticos del anti-todo prestan atención a esas cosas.

¿Pero a qué vienen todas estas reflexiones? Pues precisamente al hecho de que, como indicaba al principio del todo, veo un cierto peligro a simplificar las políticas socialdemócratas en el actual estado de cosas. Corremos el peligro de pasar de un liberalismo salvaje donde la sacrosanta mano invisible lo es todo a otro dogmatismo no menos peligroso donde es el intervencionismo estatal el que nos va a sacar las castañas del fuego. Hay que tener mucho cuidado porque, como digo, ni una posición ni la otra me parece correcta. Lo que hay que perseguir, más bien, es una política que acierte a combinar las dosis necesarias de regulación e iniciativa estatal con el dinamismo, la innovación y la flexibilidad que sólo el sector privado puede aportar. En eso consiste una política sensata a principios de este siglo XXI que nos ha tocado vivir.

2 de enero de 2009

Víctimas del terrorismo sin cobrar indemnización: la trágica cara de la ineficiencia de las Administraciones Públicas.

Mientras leía hoy la prensa digital, me encuentro con una noticia publicada por El País en la que se nos hace saber que el Ministerio del Interior acaba de localizar un total de 389 víctimas del terrorismo de ETA que aún no han cobrado indemnización alguna y me asaltan varias dudas al respecto. En primer lugar, llama la atención que tantas víctimas ignoren su derecho a una indemnización del Estado en caso de ser víctimas del terrorismo. ¿Acaso no se habla lo suficiente sobre el tema en los medios de comunicación? ¿O puede ser, quizás, que las asociaciones de víctimas del terrorismo no están tanto al servicio de todas las víctimas, sino tan sólo de las que han decidido asociarse? Por lo que leo en la citada noticia, todo parece indicar que lo segundo va más encaminado, por inmoral y escandaloso que parezca. De hecho, leo textualmente lo siguiente:
La Dirección General de Apoyo a las Víctimas del Terrorismo inició una investigación y concluyó que a 11 heridos directos, algunos graves, en el atentado de Hipercor, no se les había notificado las sentencias penales, la última del 23 de julio de 2003, como víctimas de atentados. Estas personas no tenían representación en el proceso y nadie les comunicó sus derechos. Ni la Audiencia Nacional ni el Gobierno de entonces ni las asociaciones de víctimas lo hicieron porque no estaban asociados.

Más claro, agua. No obstante, puesto que entiendo perfectamente que El País tampoco ha de ser un medio necesariamente neutral e independiente cuando se trata de estas cosas, me reservaré mi opinión con respecto a la responsabilidad que puedan tener las asociaciones de defensa de las víctimas del terrorismo en este desaguisado. A lo mejor debieran gastar menos energías en estrategias partidistas (en otras palabras, haciéndole el juego al PP, para hablar claro) y preocuparse más de prestar servicios a las víctimas del terrorismo.

En cualquier caso, hay otro asunto que me parece muchísimo más importante. ¿Cómo es posible que el Estado desconozca la existencia de tantas víctimas del terrorismo? ¿Tal es el desbarajuste dentro de la Administración Pública que nadie es capaz de tomar nota de aquellas personas que han sufrido algún tipo de heridas como consecuencia de un ataque terrorista? Es más, ¿qué Administración tenemos que espera a que sean las víctimas quienes tomen la iniciativa en este tipo de situación, en lugar de ser el Estado mismo quien facilite las cosas y se encargue no ya de identificar a las víctimas y sus familiares, sino también de llevar a cabo todas las gestiones de forma rápida y eficaz, especialmente teniendo en cuenta las difíciles circunstancias por las que deben estar pasando los implicados? ¿O es que nos parece lógico que se lancen, después de sufrir el atentado, al masoquista laberintoen que suele convertirse cualquier gestión administrativa en nuestro país? La parte final de la noticia me parece especialmente vergonzosa:

Aunque la legislación española exige a los destinatarios de las indemnizaciones como víctimas del terrorismo que la soliciten previamente —los plazos máximos son de un año después del atentado y de seis meses, tras la sentencia—, la Dirección General de Apoyo a las Víctimas del Terrorismo interpretó que los derechos de las 11 víctimas de Hipercor no habían caducado porque nadie les había informado de los mismos. Consultada la Abogacía del Estado, respaldó dicha interpretación.

Esta oficina de Víctimas dedujo que si 11 heridos del ataque de Hipercor, pese a la notoriedad pública del atentado, desconocían sus derechos y no habían percibido indemnización, habría otros muchos casos similares, por lo que puso en marcha el programa de localización de víctimas en colaboración con la Audiencia Nacional.


En fin, que el hecho de que nadie informe a las víctimas del terrorismo de sus derechos parece de lo más normal. Cierto, los individuos afectados podían haber tomado la iniciativa. Pero algo me dice que lo menos que debe esperarse en una sociedad civilizada es precisamente que le ahorremos a las víctimas de la violencia de cualquier tipo el mal trago de tener que ir de ventanilla en ventanilla informándose de cuáles son sus derechos, especialmente cuando no cuesta nada hacer las cosas bien. Todo parece indicar que la reforma de la Administración sigue siendo hoy tan necesaria como cuando se discutía sobre ella por primera vez durante nuestra transición a la democracia. Es más, debiera convertirse en elemento principal de un socialismo de nuevo cuño, un socialismo ciudadano, cercano a la calle, preocupado por el servicio que se presta a través de los distintos niveles de nuestra Administración. Se trata de una reforma que se ha pospuesto demasiadas veces, casi siempre por el temor que infunden unos funcionarios muy bien organizados en la defensa de sus intereses corporativos.