19 de noviembre de 2009

A vueltas con la Administración...

Hace tan sólo unos cuantos días escribía sobre el hecho de que la Administración española continúa padeciendo de un cierto tic autoritario o, cuando menos, parece empantanada en unas prácticas anticuadas y nada compatibles con una sociedad democrática moderna. Pues bien, hoy mismo me acabo de topar con otro nuevo ejemplo de lo que estaba describiendo. Mi Documento Nacional de Identidad (DNI) está a punto de caducar y he de renovarlo, así que me dispuse a buscar información en la Internet sobre cómo podía hacerlo y en qué comisarías. A partir de ahí, pude imprimir un listado de todas las comisarías en la provincia de Sevilla adonde puedo acudir para renovarlo. Llamo a la más cercana y me dicen que para solicitar cita previa he de llamar a otro número distinto y muy amablemente me comunican el número (nótese que en otros países le hubieran ofrecido a uno la posibilidad de transferirle directamente al número en cuestión, pero ése es otro asunto). Llamo a ese otro número y me encuentro con un sistema completamente automatizado donde uno ha de entrar, en primer lugar, su número de DNI, después elegir la provincia donde desea renovarlo y, finalmente, la localidad. Por último, el sistema automatizado, ni corto ni perezoso, procede a pasarle a uno el día y la hora de la cita (en mi caso, el jueves, 17 de diciembre, a las 10:45). Se pregunta uno si nuestros funcionarios siquiera consideran la posibilidad de que los ciudadanos tengan unas obligaciones laborales que cumplir. Yo no acerté en ningún momento a oír opción alguna para ser yo quien pudiese elegir el día o la hora, aunque fuera de manera indicativa. No. De eso nada. La Administración me comunica el momento en que puede dignarse atenderme y yo, por mi parte, más vale que deje todo y atienda la llamada. Lo que decíamos: una actitud caduca y autoritaria.

13 de noviembre de 2009

Una Administración con hábitos anticuados y autoritarios.

A pesar de haber transcurrido ya más de treinta años de democracia, nuestra Administración continúa actuando de acuerdo a la filosofía según la cual el ciudadano está a su servicio, y no a la inversa. Supongo que se debe al hecho de que jamás se produjo una auténtica ruptura democrática, sino que más bien se llevó a cabo una transición en la que prácticamente todas las estructuras de poder del régimen franquista se mantuvieron intactas. Hubo reformas aquí y allá, pero en líneas generales todo el mundo seguía en el mismo sitio, sobre todo en los puestos medios e inferiores de la Administración (por no hablar de las fuerzas de seguridad del Estado).

Viene todo esto a cuento de, para que sirva como ilustración, una nota que me dejaron en casa la semana pasada haciéndome saber que se requería mi presencia en el Juzgado de Instrucción número 8 de Sevilla para el viernes, día 13 de noviembre. El problema es que, por motivos que no vienen a cuento, me he mudado recientemente y sólo aparezco por aquel domicilio entre dos y tres veces por semana. Sin embargo, el mismo martes, 10 de noviembre, sí que me había llegado por allí y no vi nota alguna. O, lo que es lo mismo, que la entregaron entre el miércoles y el jueves, concediéndome bien poco tiempo para cambiar mi agenda. Y ahí es precisamente donde quería incidir. Las oficinas de la Administración abren exclusivamente en horarios que dificultan enormemente las gestiones de los ciudadanos de a pie que tienen que cumplir con su propia jornada de trabajo (no entremos siquiera a comentar lo que esto supone para la productividad nacional, que suele encontrarse por los suelos), es lenta e ineficiente, obliga a realizar varias gestiones en lugares diferentes para hacer un solo trámite y, por si todo esto fuera poco, se cree con el derecho sacrosanto de imponer la hora y el día en que el ciudadano ha de realizar su gestión mediante un aviso previo que en ocasiones no va más allá de un día o dos. Por cierto, que en mi caso la notificación que dejaron en casa incluía un apartado donde, al menos en teoría, debieran haber escrito la fecha en que procedieron a entregarla. Sin embargo, estaba en blanco. Supongo que no querían dejar rastro alguno de su incompetencia. O lo que es lo mismo, subrayaron aún más mi indefensión ante sus medidas arbitrarias.

Esta anécdota que acabo de relatar (por cierto, para quien le pique la curiosidad, se trataba de una notificación para aparecer como testigo de cargo en una instrucción) es una de las muchas que cualquier españolito de a pie vive a menudo. Son casi continuas. Uno no entiende porqué es imposible todavía en este dichoso país pedir cita con el médico a las 19:00 ó 20:00, una vez terminada la jornada de trabajo. Ni en Irlanda ni en los EEUU tuve nunca problema para hacer eso. Y tampoco acierta uno a entender porqué las tutorías con los maestros han de realizarse siempre el mismo día de la semana y a las 17:00 como muy tarde.

En fin, que la tan traída y llevada reforma de la Administración sigue siendo tan necesaria en el año 2009 como ya lo era durante la transición. Parece mentira que en más de treinta años de democracia no hayamos sido capaces de cambiar las prácticas de la Administración para ponerlas al servicio del ciudadano. Tantos años después, sigue siendo una prioridad a la que nadie presta atención pese al clamor de la calle.

25 de octubre de 2009

Paolo Flores d'Arcais: "La traición de la socialdemocracia"

El País publica hoy un artículo del filósofo italiano Paolo Flores d'Arcais tituladio La traición de la socialdemocracia que bien merece alguna que otra reflexión. Comienza señalando que no puede entenderse la crisis de la socialdemocracia sin reconocer que se debe, en buena parte, a su abandono de la lucha por la igualdad social, elemento central de su identidad ya desde sus comienzos. Sencillamente, el momento de mayor auge de la socialdemocracia europea se correspondió con el ímpetu reformista de gobiernos de signo progresista durante el periodo de postguerra, que llevaron a cabo política redistributivas basadas en el diálogo social y, sobre todo, la extensión de la igualdad de oportunidades de la mano del Estado del Bienestar. Sin embargo (y esto es crucial en el análisis que hace d'Arcais), buena parte de dichas reformas se diluyeron poco a poco con la creación de una élite progresista gobernante (una casta de apparatchiks de partido) que imposibilitaron el poder efectivo de los ciudadanos y, con ello, la auténtica democratización del poder político que siempre caracterizó al movimiento socialista. Al contrario, se cayó en una progresiva burocratización y profesionalización de la actividad política que no podía sino conducir, tarde o temprano, al alejamiento de la sociedad civil y los movimientos sociales, de las preocupaciones de la calle.

Porque esa es la cuestión -no secundaria en absoluto- que los análisis de la "crisis de la socialdemocracia" no suelen tener en cuenta. El carácter de aparato, de burocracia, de nomenclatura, de casta, que han ido adquiriendo cada vez más, incluso en la izquierda, quienes, por decirlo con palabras de Weber, "viven de la política" y de la política han hecho su oficio. La transformación de la democracia parlamentaria en partidocracia, es decir, en partidos-máquina autorreferenciales y cada vez más parecidos entre sí, ha ido haciendo progresivamente vana la relación de representación entre diputados y ciudadanos. La política se está convirtiendo cada día más en una actividad privada, como cualquier otra actividad empresarial. Pero si la política, es decir, la esfera pública, se vuelve privada, lo hace en un doble sentido: porque los propios intereses (de gremio, de casta) de la clase política hacen prescindir definitivamente a ésta de los intereses y valores de los ciudadanos a los que debería representar, y porque el ciudadano se ve definitivamente privado de su cuota de soberanía, incluso en su forma delegada.

Los políticos de derechas y de izquierdas acaban por tener intereses de clase que en lo fundamental resultan comunes -de forma general: el razonamiento siempre tiene sus excepciones en el ámbito de los casos individuales- dado que todos ellos forman parte del establishment, del sistema de privilegios. Contra el que por el contrario debería luchar la socialdemocracia, en nombre de la igualdad. Y es que, no se olvide, era la "igualdad" el valor que servía de base para justificar el anticomunismo: el despotismo político es en efecto la primera negación de la igualdad social y el totalitarismo comunista la pisotea por lo tanto de forma desmesurada.

La partidocracia (de la que la socialdemocracia forma parte), dado que estimula la práctica y creciente frustración del ciudadano soberano, la negación del espacio público a los electores, constituye un alambique para ulteriores degeneraciones de la democracia parlamentaria, es decir, para una más radical sustracción de poder al ciudadano: así ocurre con la política-espectáculo y con las derivas populistas que parecen estar cada vez más enraizadas en Europa.

Según el análisis de d'Arcais, ha sido esta progresiva profesionalización de los dirigentes socialdemócratas la que ha conducido a las contradicciones más evidentes en las políticas que se han llevado a la práctica cuando han alcanzado el Gobierno, facilitando el dumping social de las empresas de los países más desarrollados, la deslocalización de puestos de trabajo, el intervencionismo militar, la liberalización de los mercados financieros y tantas y tantas otras políticas que se aplicaron durante la década de los ochenta por parte de gobiernos supuestamente de izquierdas. Sencillamente, la prioridad no era llevar a cabo reformas del sistema para promover la igualdad de oportunidades, sino tan sólo garantizar la permanencia en el poder para la casta de políticos profesionales que se habían alzado con el poder de los partidos socialdemócratas. La conclusión de d'Arcais, por tanto, no puede ser otra que la de hacer un llamamiento a desmontar esas estructuras:

No resulta difícil, por lo tanto, delinear un proyecto reformista, basta tener como estrella polar el incremento conjunto de libertad y justicia (libertades civiles y justicia social). Es imposible realizarlo, sin embargo, con los actuales instrumentos, los partidos-máquina. Porque pertenecen estructuralmente al "partido del privilegio". No pueden ser la solución porque son parte integrante del problema.

O, lo que es lo mismo, la socialdemocracia no podrá volver a ser lo que fue (es decir, un movimiento reformista, capaz de aplicar políticas igualitaristas y de justicia social) sin poner orden en su propia casa primero. Para ello, debemos comenzar por transformar nuestro propio modelo de Partido. Debemos tomarlo de las manos de la casta dirigente y volver a entregárselo a los militantes, si de verdad queremos volver a granjearnos el apoyo de los ciudadanos de a pie y, en conjunción con la movilización social, poner en práctica políticas de transformación social. Ni yo ni nadie tiene todas las respuestas a mano, pero no me cabe duda alguna de que dicho proyecto de recuperación de lo político y soberanía ciudadana ha de empezar por la revitalización de las Agrupaciones Locales. Sin eso, de nada valdrá lanzar proyecto alguno, pues las castas burocráticas sabrán apoderarse siempre de cualquier discurso con tal de permanecer en el poder. La capacidad última de decisión ha de volver a los militantes de base y las Asambleas Locales. Solamente de ahí puede nacer un proyecto de regeneración democrática de la socialdemocracia que vuelva a conectar con los intereses de la calle.

21 de septiembre de 2009

Los peligros de la democracia directa.

Sucede a menudo en política que nuestros prejuicios ideológicos más asentados se demuestran falsos cuando los sometemos a un análisis serio y detallado. Pues bien, una cosa así sucede con el concepto de democracia directa, por ejemplo. El País publica hoy un artículo de Timothy Garton Ash titulado Pesadilla en California (el original en inglés, publicado por The Guardian, puede leerse aquí) en el que viene a ilustrar muy bien este punto al comentar los problemas fiscales que sufre el estado de California:
¿Cómo se ha metido California en este lío? Algunos analistas dicen: "¡Demasiada democracia!" En la excéntrica versión californiana de la democracia directa, hay todo tipo de gasto público extravagante que se have bajo mandato de las llamadas iniciativas, propuestas por cualquiera capaz de reunir suficientes firmas y aprobadas por mayoría simple de quienes se molestan en ir a votarlas, mientras que las posibilidades recaudatorias del Estado se ven restringidas por ese mismo método. El ejemplo más famoso fue la Proposición 13, aprobada en 1978, que limitó de manera drástica los impuestos sobre los bienes inmuebles e hizo de California el único Estado de la Unión que requiere una mayoría de dos tercios en la legislatura no sólo para aprobar un presupuesto, sino para aumentar los impuestos.

El alcance de este "presupuesto a través de las urnas" es tan amplio que los legisladores calculan que no controlan más que entre el 7% y el 17% del gasto del Estado. Troy Senik, autor de un nuevo libro sobre los problemas del Estado dorado, dice que los californianos han vivido con la fantasía de que podían pagar impuestos como libertarios y ser subvencionados como socialistas.

Pero no es justo echar toda la culpa al gobierno del pueblo por el pueblo. California demuestra cómo se pueden pervertir esos experimentos de democracia directa, y que el camino hacia el infierno está empedrado de buenas intenciones. Porque este marco de iniciativas y referendos lo establecieron quienes se denominaban a sí mismos progresistas a principios del siglo XX para reducir el poder de los empresarios del ferrocarril y dar el poder a la gente corriente. Cien años después, son los grupos de intereses especiales de hoy, más bariados —no sólo multimillonarios y empresas, sino también los poderosos sindicatos de funcionarios públicos, sobre todo los que representan a los maestros y los guardias de prisiones— quienes se aprovechan del sistema en beneficio propio o para promover sus manías. Contratan a gente para recoger firmas sobre la iniciativa que quieren sacar adelante y utilizan la fuerza de la publicidad para ganar votos.


Siempre me ha parecido éste de la democracia directa un caso ejemplar de prejuicio izquierdista, donde la amplia mayoría de los progresistas siempre asume que se trata de algo positivo sin más. De hecho, no sólo puede tener las nefastas consecuencias de que nos advierte Timothy Garton Ash, sino que puede conducir además a la tiranía de una mayoría hábilmente manipulada por la minoría en el poder. Eso ya lo debíamos haber aprendido de las fracasadas revoluciones comunistas, que intentaron implantar un sistema político donde, al menos en teoría, la Asamblea Popular detentaba todo el poder. Tiene sentido desde cierto punto de vista: la separación de poderes que caracteriza a la democracia liberal representativa es, de hecho, menos democrática que entregar todo el poder a la cámara donde están representados todos los ciudadanos... si no fuera por el hecho de que el poder legisltivo es tan proclive a las manipulaciones y las corruptelas como cualquier otra rama del poder. ¿Y qué decir de la democracia directa, donde son los ciudadanos quienes deciden directamente con su voto? Dejando de lado la palpable evidencia de que es imposible poner en prática tal sistema en cualquier país siquiera de mediano tamaño, tendríamos que lidiar además con los mismos problemas: ¿qué sentido tiene entonces crear instituciones paralelas a la asamblea que vengan a ofrecer un contrapeso a lo que decida la mayoría de ciudadanos? Aún peor: ¿qué garantía tenemos de que las minorías no se alzarán de todos modos con el apoyo popular mediante el recurso a la demagogia más populista, con el agravante de que además no habrá contrapeso alguno para parar su rápida evolución hacia el totalitarismo?

En el ámbito de la política local, la tentación de la democracia directa puede observarse en el recurso desmedido a los presupuestos participativos con el susodicho argumento progresista de que es más de izquierdas
. Así, en Sevilla lleva poniéndose en práctica un programa de presupuestos participativos desde que se formara el gobierno de coalición entre PSOE e IU. En principio, la idea suena bastante bien: el Gobierno local asigna una determinada cantidad de dinero para que las distintas asambleas de vecinos y vecinas decidan cómo gastarlo. Durante un período de tiempo claramente delimitado, se hacen propuestas de todo tipo, grupos de trabajo que combinan a personal del Ayuntamiento con vecinos/as decide sobre su viabilidad, pasan a votación en una asamblea anual y, finalmente, se les hace el seguimiento a aquellas que hayan resultado vencedoras. Como digo, todo suena bastante positivo, fácil y directo. Pero, como de costumbre, el problema está en los detalles. Para empezar, los grupos de trabajo que se forman (tanto antes como después de las asambleas) son siempre políticamente manipulables, algo que de hecho sucede con frecuencia. Segundo, las asambleas anuales donde se votan las propuestas duran horas y horas y se suelen convocar entre semana. El resultado ya se lo pueden imaginar: escasa presencia de gente joven y adultos en edad de trabajar, y sobre-representación de jubilados. Ni que decir tiene que esto deforma los resultados, que tienen bien poco de democráticos en el sentido de representativos de la realidad demográfica del Distrito. Y, finalmente, un somero repaso a las propuestas deja bien claro que aquellas que tienen más posibilidades de ser aprobadas masivamente son las que ofrecen festejos populares y viajes recreativos.

En fin, que mi Distrito (Bellavista - La Palmera) dedica el 56,34% de un corto presupuesto a los presupuestos participativos (dinero que, como decíamos, se dedica fundamentalmente a festejos populares y diversas actividades recreativas). Por si esto fuera poco, se invierten 240.000 euros solamente en los trámites burocráticos del proceso (grupos de trabajo, asambleas, infraestructuras...). Si tenemos en cuenta que el monto total dedicado a los presupuestos participativos en mi Distrito es de 380.000 euros, resulta que por cada 10 euros que se invierten en el sistema, se gastan algo más de 6 en aspectos burocráticos. A lo mejor hay alguien que piensa que este sistema es tremendamente democrático y progresista, pero yo no acierto a verlo del todo. Mientras tanto, en otros lugares (Cerro-Amate, por ejemplo) se invierten 41.000 euros en juegos infantiles y 10.000 en becas y pensiones de estudio para los vecinos de bajos ingresos. ¡Eso sí que me parece progresista! Mientras nos quejamos del desastroso estado de nuestra educación y parece que hay un amplio consenso sobre la necesidad de cambiar el modelo económico, tiramos el dinero a espuertas en actividades recreativas. Eso sí, lo hacemos de una forma muy progre.

Por favor, que se me entienda: no me parece mal del todo la idea de promover la participación ciudadana en las decisiones presupuestarias del gobierno local, pero que más de la mitad del presupuesto de un Distrito se deje en manos de una asamblea de vecinos escasamente representativa de la población en su conjunto no me parece muy democrático, ni tampoco progresista. Presupuestos participativos, sí; pero dentro de unos límites. Usemos el sentido común.

13 de junio de 2009

Una derrota sin paliativos de la socialdemocracia.

Escribíamos el otro día sobre los bajos índices de participación de las elecciones al Parlamento Europeo. Hoy toca echarle un vistazo a los resultados por partidos a nivel de la Unión Europea, antes de entrar en lo que nos afecta más directamente: los resultados españoles. La cuestión es que, se mire como se mire, la socialdemocracia europea ha experimentado una de sus derrotas electorales más amargas. No caben las medias tintas. Reconozcámoslo, pues es la única forma de poder reflexionar sobre las causas de la derrota y comenzar a discutir las posibles soluciones.

De entrada, el Partido Popular Europeo (PPE) volverá a ser la primera fuerza del Parlamento Europeo con un total de 264 parlamentarios, es decir, cien actas más que su rival, el Partido de los Socialistas Europeos (PSE). De hecho, los democristianos y conservadores han aumentado la distancia que les separaba de los socialistas en esta ocasión. Hasta un periódico tan cercano a la socialdemocracia como El País no tenía más remedio que reconocer que la derecha gana terreno en Europa, apuntillando el titular con los siguientes comentarios que se limitan en realidad a describir objetivamente lo que no es sino un serio revés para la izquierda europea:
La derecha se mantiene sólidamente en Alemania y se refuerza en Francia, Italia, Reino Unido y Polonia. (...) El descalabro socialista ha sido especialmente notable en el Reino Unido y Francia, pero también en Dinamarca, Holanda y Hungría.

Cierto, el centro-derecha no alcanzó más que el 35,9% de los votos, pero los socialistas se quedaron en un pobre 21,9%, es decir, a 14 puntos porcentuales (o, para que se entienda mejor por estos lares, un resultado "a la andaluza" o incluso mejor). En otras palabras, que la hegemonía electoral de la derecha en la Unión Europea es, en estos momentos, incontestable. Y, por si esto fuera poco, se ve aderezada además con el ascenso de la ultraderecha, que ha obtenido representantes por el Reino Unido por primera vez, aparte de haber experimentado significativos avances en Finlandia, Austria, Hungría, Eslovaquia y Holanda.

Por lo que hace a los demás partidos, los liberales se hacen con el 10,9% de los votos, los distintos grupos verdes y ecologistas con el 7.2% (a destacar aquí, sin lugar a dudas, el avance de la candidatura ecologista en Francia de la mano de Daniel Cohn-Bendit, quien les ha acercado peligrosamente a los socialistas. La izquierda comunista o neocomunista, por su parte, se queda en el 4.3%, por debajo incluso de la extrema derecha.

Ante estos nefastos resultados para la izquierda europea, no me cabe duda de que algunos se apresurarán en señalar la baja participación como principal culpable. Ya se sabe: el voto de la derecha siempre se moviliza más que el de la izquierda, los votantes suelen ver en las elecciones al Parlamento Europeo la ocasión ideal para darle una bofetada al Gobierno de turno e inclinarse por las candidaturas más o menos exóticas, etc. Todo esto está muy bien, si no fuera porque el argumento está ya demasiado manido. De entrada, si la afirmación de que el voto de derechas se moviliza más que el de izquierdas fuera cierta cabría preguntarse por qué es así. ¿O es que se trata acaso de una verdad de aplicación universal, ley natural e indiscutible? Reflexionaremos un poco más abajo sobre este tema. Pero es que, por otro lado, hay algo más que tampoco cuadra: si los ciudadanos se aprovechan de lo que consideran unas elecciones sin importancia como las del Parlamento Europeo para ejercer el voto de castigo y dar un aviso a sus respectivos gobiernos, ¿cómo es que las fuerzas de Merkel, Sarkozy y Berlusconi no parecen haberse visto afectadas o al menos no al mismo nivel que las de Brown o Zapatero? Como decíamos, algo no cuadra. Podemos repetir estas medias verdades hasta la saciedad y creernos que porque las oímos una y otra vez deben ser ciertas, pero ello no solucionaría nada. El hecho sigue siendo que los socialistas franceses no se han beneficiado de ningún voto de castigo a Sarkozy, ni tampoco los demócratas italianos han disfrutado de un apabullante crecimiento electoral a costa de Berlusconi gracias a la crisis económica y los escándalos de toda índole que publica la prensa continuamente. Es decir, que el voto de castigo únicamente parece afectar a los socialistas, y no al centro-derecha. Por algo será, digo yo.

Pero es que, por si todo esto fuera poco, nos encontramos en medio de la mayor crisis económica que ha sacudido al capitalismo desde los años treinta. Hasta tal punto ha llegado el descrédito de las política económicas liberales que el mundo asiste impertérrito al espectáculo de todo un Presidente estadounidense aplicando políticas que no pueden calificarse sino de socialdemócratas. La desregulación, las privatizaciones, la mano invisible del mercado... todo esos principios que hasta hace bien poco parecían dogmas incontestables, principios económicos de lo más básico sobre los cuales construir el resto de la ciencia económica, están siendo abandonados ahora (al menos de cara a la galería) hasta por la derecha más liberal, que se esfuerza en adoptar en su lugar un keynesianismo intervencionista que ni los socialistas se hubieran atrevido a defender durante los últimos treinta años so pena de ser acusados de antiguallas comunistoides. Y, sin embargo, en medio de este contexto claramente favorable a las propuestas ideológicas del centro-izquierda, asistimos a la mayor derrota de la socialdemocracia desde la Segunda Guerra Mundial (¡hemos sacado el 21,9% de los votos!).

¿A qué se debe, pues, esta derrota, si no podemos achacarla al alto nivel de abstención o al voto de castigo a los gobiernos? Reconozcamos, en primer lugar, que parte de responsabilidad sí que tienen esos dos factores en la derrota. No obstante, discrepo con quienes pretenden ver en ellos la razón fundamental del fracaso de la socialdemocracia en las urnas. Me parece que hay que mirar mucho más allá para lograr ver otras razones que me parecen de mucho más peso. En primer lugar, como decíamos más arriba, si no logramos movilizar a nuestro electorado en la misma medida en que lo hace la derecha, será por algo. Yo no sé exactamente en qué puede consistir ese "algo", pero ahí van algunas hipótesis: un buen número de ciudadanos progresistas están convencidos de que, gobierne quien gobierne, se seguirán aplicando políticas liberales porque la izquierda social está complatemente desmovilizada y, como mucho, actúa a la defensiva en casos de extrema gravedad; otros muchos creen que ni los gobiernos nacionales ni, por descontado, el Parlamento Europeo, van a poder llevar a cabo políticas sociales en un contexto de globalización y competencia a la baja, por lo que no queda sino capear el temporal como buenamente se pueda; y, finalmente, tampoco faltan quienes están desencantados con la profesionalización de la política y, en particular, de los partidos de la izquierda y más que líderes defendiendo programas e ideas ven a profesionales esforzándose por mantener sus privilegios adquiridos con uñas y dientes mientras el resto de la gente tiene que competir con la mano de obra barata de China y la India mientras se le recortan los derechos sociales adquiridos durante décadas y se hacen llamamientos más o menos disimulados al despido libre.

Pero es que, en segundo lugar, me da la impresión de que quizá estemos asistiendo a la crisis definitiva del modelo socioliberal que hemos venido aplicando desde principios de la década de los ochenta. Veamos. El modelo socialdemócrata más o menos puro (el que construyó el Estado del Bienestar en el periodo de postguerra) entró en claro declive con el triunfo del neoliberalismo thatcheriano allá a finales de los setenta. Desde entonces, la socialdemocracia sólo ha sido capaz de adoptar dos posiciones: la defensa a ultranza de dicho modelo sin modificación ni adaptación alguna, condenándose a una eterna estrategia defensiva y pasando al segundo plano como fuerza política desfasada por los acontecimientos, o, por el contrario, desdibujar su perfil socialdemócrata hasta convertirse en poco más que un socioliberalismo similar al del Partido Demócrata estadounidense (en este sentido, y aunque algunos socialistas europeos creyeron ver en el cambio de nombre una cierta traición a sus orígenes, me parece que los demócratas italianos fueron al menos consecuentes). Y, seamos honestos, Felipe González fue el artífice de la refundación del PSOE de un partido socialista con raíces obreristas y (sólo en parte) marxistas en un partido reformista liberal de centro-izquierda. Hace ya décadas que los partidos socialistas no defienden auténticas políticas redistributivas, sino que se limitan a aplicar política liberales con un cierto componente social y, eso sí, un claro progresismo en lo que respecta a aspectos como la integración de los inmigrantes, la defensa de las minorías, las políticas de igualdad, etc. O lo que es lo mismo, un liberalismo progresista. El neoliberalismo con rostro humano, podríamos decir. La otra cara de la misma moneda. Y, visto lo visto, ¿quién puede culpar a los ciudadanos por preferir el original o, más al caso, no sentir emoción alguna por apoyar a la copia vergonzante en las urnas? Los intelectuales de izquierdas entrevistados por el diario Público parecen estar de acuerdo con este análisis de la situación:
La serie histórica de los mismos comicios europeos muestra que la crisis de la izquierda viene, sin embargo, de muy lejos. El desplome de la socialdemocracia en algunos de sus feudos históricos (Alemania, Reino Unido, Holanda) es escalofriante: han perdido respaldo de forma sostenida a un ritmo tal que sus apoyos se reducen a la mitad o incluso a un tercio del que tenían hace sólo 20 años.

(...)

Hay otro elemento de fondo que afecta a las elecciones de primera división, las que sí deciden Gobiernos nacionales. Y la evolución es la misma: hace 10 años, Europa era un auténtico bastión de la izquierda. La situación se ha dado la vuelta: ahora, 20 de los 27 Ejecutivos de la UE son conservadores.

(...)

Hay mucha variedad, pero en mayor o menor medida, todos coinciden en un elemento central: la izquierda ha perdido por parecerse demasiado a la derecha. El fenómeno no es nuevo, sino que hay que remontarse al menos a 30 años atrás. Lo que ahora se está viviendo, justo cuando la crisis económica parece dar la razón al intervencionismo asociado a la socialdemocracia, no sería más que la culminación de un largo camino emprendido para despojarse de su ADN.

Como se afirma en el mismo artículo, la lista de males es muy larga, pero el hecho de que los políticos socialistas hayan adoptado las mismas maneras que la tan denostada casta de políticos profesionales que siempre caracterizó a la derecha ha contribuido lo suyo a la desilusión de los votantes de izquierdas. Ninguno de nuestros partidos puede considerarse hoy en día un auténtico partido de masas con una sólida implantación social, lo que debiera llevar a plantearnos hasta qué punto podemos defender políticas de transformación de la sociedad en estas condiciones. Por el contrario, nos hemos convertido, al igual que la derecha, en partidos electorales o atrapalotodo (catch-all parties) donde el aparato lo decide todo y el equipo de marketing se esfuerza por conseguir votos cada vez que hay elecciones. Pero no nos damos cuenta de que ninguna política auténticamente de izquierdas (ninguna política de transformación social, esto es, que cuente a priori con la oposición de los poderes establecidos, sobre todo en la esfera económica) puede salir adelante sin la movilización social. El mero voto en la urna no lleva a ningún sitio más allá de la mera gestión de lo existente. De ahí que nos hayamos convertido en meros partidos liberales con rostro humano. Llamémoslo como es. Tengamos al menos la valentía de reconocerlo si de verdad queremos cambiar algo.

En fin, dejémoslo ahí. Todavía tenemos que entrar en la reflexión sobre los resultados nacionales y, quizá, si me queda tiempo, hablaré algo de los resultados en Andalucía y Sevilla en un último artículo. Después veremos si nos queda tiempo durante este verano para esbozar lo que pudiera ser un nuevo programa del socialismo europeo. Me refiero, por supuesto, a algo que baje al nivel de lo concreto, que huya de la mera abstracción teórica e intente combinar teoría y praxis.

9 de junio de 2009

Unas elecciones europeas marcadas por el abstencionismo y el debate en clave nacional.

Durante los próximos días intentaré hacer un breve análisis de los resultados de las elecciones europeas en varias entregas. Comencemos hoy con una breve discusión sobre la participación electoral. En el conjunto de la Unión Europea, el índice de participación en estas elecciones ha sido del 43,01%, lo que viene a ser el mínimo histórico desde que se han venido realizando este tipo de elecciones. Tal y como están las cosas, es difícil de creer que allá por 1979 se diera una participación del 63%. No acierta uno siquiera a imaginar la ilusión europeísta que debiera haber embargado a nuestros conciudadanos en aquél entonces. No tiene uno más que ver los gráficos que la prensa ha ido publicando estos últimos días para darse cuenta de que tenemos entre manos un grave problema de legitimidad de las instituciones europeas. No parece que sean muchos quienes ponen en entredicho la propia existencia de la UE, pero no puede negarse un claro desencanto con sus instituciones. No conviene seguir mirando para otro lado mientras este descontento no hace sino crecer, por lo que algo más abajo escribiré algunas líneas sobre posibles soluciones al problema.

Por lo que respecta a la participación en España, ha alcanzado el 46%, lo que nos sitúa claramente por encima de la media europea. No obstante, no creo que sea como para lanzar las campanas al vuelo. Todo lo que sea registrar una participación cercana o por debajo al 50% me parece, de hecho, más bien vergonzoso. Tampoco hace mucho que señalábamos con dedo acusador a los bajos índices de participación en los EEUU como clara prueba de una democracia en crisis y con escasa legitimidad entre sus ciudadanos. Pues bien, ya ha llegado el problema por esta otra orilla del Atlántico. Haríamos bien en aplicarnos el cuento, so pena de ser acusados —con toda la razón del mundo— de hipocresía.

Pero es que, finalmente, hemos asistido también a una campaña electoral centrada fundamentalmente en el debate político nacional, ignorando por completo los acuciantes problemas a que habemos de hacer frente como Unión Europea. En este sentido, creo que José Ignacio Torreblanca dio en la tecla en su artículo titulado El drama europeo, publicado ayer por El País:
Compartirán conmigo la satisfacción por la alta calidad del debate europeo que hemos podido mantener estos días. Gracias a la campaña y a los debates tengo una idea mucho más precisa de lo que va a pasar con Turquía, si finalmente será miembro o no, o de cuándo entrarán todos esos pequeños países de los Balcanes que están llamando a nuestra puerta. También tengo más clara la respuesta de Europa a la crisis económica, superando lo que hasta ahora no ha sido más que una cacofonía de planes de estímulo nacionales. Me inquietaba antes de comenzar la campaña si Europa tenía la voluntad de convertirse en un actor realmente global, capaz de sumar sus enormes recursos políticos, diplomáticos y militares en defensa de sus valores e intereses, pero ahora sé que vamos en la buena dirección. Y cómo no, estoy agradecido porque hayamos hablado de dónde trazar los límites entre liberalización y regulación, porque eso tiene consecuencias importantísimas sobre la economía, el empleo o la viabilidad de nuestros estados del bienestar. Lo más importante: que las elecciones no sólo han ayudado a que conozcamos con precisión cuál es la agenda europea para los próximos cinco años, sino que, a la vez, han ofrecido una oportunidad para que los europeos nos identifiquemos con nuestro sistema político. Fin de la ironía.

No se trata ya que nada de lo que indica Torreblanca se haya debatido durante la campaña electoral sino que, encima, en la mayor parte de los casos ni siquiera se han mencionado estos asuntos. Por el contrario, el debate se ha hecho siempre en clave nacional, como si se tratase de unas primarias o algo similar. Por desgracia, como también señala Torreblanca, el precio que seguramente habremos de pagar por esta falta de auténtico debate europeo es demasiado caro: la progresiva irrelevancia de Europa como actor global.

Dicho todo esto, entremos a discutir las posibles soluciones. En primer lugar, no estaría de más que, al igual que sucede con las elecciones nacionales, éstas otras al Parlamento Europeo sirvieran para algo más que elegir los diputados. O, lo que es lo mismo, que los ciudadanos tuviéramos bien claro antes de acercarnos a las urnas cuáles son los candidatos de los principales partidos a la Presidencia de la Comisión Europea, de tal forma que el resultado sirviera al mismo tiempo para contrastar el apoyo de los distintos candidatos. Alternativamente, también pudiera ser posible que, al mismo tiempo que los ciudadanos elegimos a nuestros representantes en el Parlamento Europeo, pudiésemos también elegir entre varios candidatos a la Presidencia de la Comisión directamente. Esto último tendría el potencial, además, de aumentar significativamente el interés por los comicios y obligaría cuando menos a estos candidatos a debatir en clave europea, dejando de lado los asuntos puramente nacionales.

Segundo, convendría considerar la posibilidad de que candidatos y listas vayan identificadas no por el nombre y los símbolos de los partidos nacionales sino por sus correspondientes organizaciones europeas. Así, en lugar de elegir uno la papeleta del PSOE con el tradicional logo del puño y la rosa, elegiría la del Partido de los Socialistas Europeos y otro tanto ocurriría con el PP y el Partido Popular Europeo. Si acaso, siempre podrían incluirse los nombres de los partidos nacionales bajo los de las organizaciones transnacionales correspondientes.

Sin embargo, me parece que el mayor obstáculo con que nos encontramos para el desarrollo de una campaña electoral en auténtica clave europea es la inexistencia de medios de comunicación transnacionales. Sencillamente, la infoesfera de la UE está aún dividida en una miríada de medios, algunos de ellos de relevancia internacional (como pudieran ser The Times, Le Monde, The Economist, La Repubblica o El País), pero que en realidad limitan su esfera de influencia a su propio país (con la excepción de The Economist). Salvo los casos mencionados (todos ellos en el ámbito de la prensa diaria o semanal), no existen canales de televisión o de radio dignos de mención que extiendan su influencia por toda la UE. La inexistencia de una lengua común dificulta obviamente la implantación de medios de comunicación auténticamente europeos. En este sentido, The European (creado en 1990 y desaparecido en 1998) ha sido, de momento, el único intento serio de consolidar un medio europeo y europeísta. Debemos preguntarnos, pues, hasta qué punto es posible siquiera que se desarrolle un debate europeo sin que existan medios de comunicación a escala de la UE. Yo estoy convencido de que lo uno va de la mano de lo otro.

Así pues, ¿qué solución cabe? ¿Es posible fomentar o crear un entramado europeo de medios de comunicación? Propongo desde aquí dos ideas que vendrían a rellenar este hueco. Podríamos, en primer lugar, lanzar una radio y televisión pública a nivel de la UE con una programación fundamentalmente en inglés (cierto, dolería a franceses y alemanes, pero no veo de qué otra forma pudiera hacerse) y sin que ello sea óbice para la inclusión de programas de cobertura nacional en otras lenguas. Y, por otro lado, por lo que respecta a la prensa escrita, podríamos proponer la publicación de un suplemento semanal financiado por la UE pero completamente autónomo y escrito por periodistas de los distintos diarios que se presten a colaborar. Este otro modelo sí que se presta mejor a la publicación en las distintas lenguas oficiales de cada país, región o nacionalidad.

14 de mayo de 2009

Debate sobre el estado de la nación.

No sabe uno qué pensar del debate sobre el estado de la nación, la verdad. Tenemos, por un lado, la previsible crítica que se hace "desde la calle" acusando a la "clase política" de irresponsabilidad por no llegar a un acuerdo unitario sobre los problemas que nos acucian. Aunque me tiente, no comparto del todo esta crítica. Los representantes políticos están precisamente para representar unas demandas, intereses y proyectos que no siempre son fácilmente compatibles. En eso consiste la democracia, aunque parezca que alguno aún no se haya enterado. Nadie debiera sorprenderse porque los líderes de PSOE, PP e IU no tengan la misma receta para la crisis económica que nos afecta en estos momentos. De hecho, con ello no hacen sino reflejar precisamente el pluralismo que se da en la propia sociedad española con respecto a estos temas. Y está bien que así sea. Una vez más, en eso consiste la democracia.

En todo caso, no me cabe duda alguna de que, si nuestros políticos hicieran gala de la supuesta sensatez que tanto se predica desde ciertos sectores y llegaran a menudo a amplios acuerdos de consenso sobre casi todas las políticas, se les acusaría entonces precisamente de lo contrario: de no tener principios y entregarse al mero mercadeo. De hecho, ayer mismo se oyó a una diputada en el Congreso hablar de "cambalache" y hace poco se levantaban algunas voces de asombro cuando PP y PSE llegaron a un acuerdo en el País Vasco para elegir a Patxi López como lehendakari. Parece mentira que a estas alturas de nuestra democracia aún haya quien se lleve las manos a la cabeza por estas cosas. La democracia, como se ha repetido hasta la saciedad, no es jauja, sino tan sólo el menos malo de los sistemas políticos. Sencillamente, los dirigentes políticos, como representantes de los distintos sectores sociales con intereses y perspectivas enfrentadas, se sientan a negociar y llegan a acuerdos que, al beneficiar a unos y a otros, se asume que benefician también al mayor número posible de ciudadanos. Como decíamos, esto no es perfecto, pero sí mejor que su alternativa. De momento nadie ha descubierto un sistema mejor para encargarse de la cosa pública.

Así pues, ¿qué me ha parecido el debate? Creo que Zapatero ha sorprendido a propios y extraños al salir con tanta gana, en primer lugar. Lejos de escurrir el bulto o sentarse a recibir los golpes, lanzó desde el principio un contraataque en toda regla con una amplia batería de propuestas que, tiro arriba tiro abajo, viene a representar prácticamente todo lo que los expertos han venido proponiendo los últimos meses, con la salvedad de la reforma del mercado laboral para introducir mayor "flexibilidad". Bien poca gente se esperaba esto, y menos aún el principal partido de la oposición, a juzgar por su reacción cuando le tocó a Rajoy subir a la tribuna de oradores. En las propuestas del Presidente hay casi de todo (El País ha publicado aquí un buen análisis), incluyendo guiños a la derecha (rebaja del impuesto a las pymes, recorte del gasto, ayudas de hasta 2.000 euros para la compra de un coche nuevo) y a la izquierda (cheque-transporte para los trabajadores, recorte a las deducciones por la compra de vivienda, reinversión en VPO, fomento de la economía sostenible e inversiones en educación) indistintamente. Esto se puede ver de dos formas diferentes: como mero popurrí más o menos confuso, o como síntesis de demandas y propuestas provenientes de los diversos sectores de la sociedad española repesentados en el Congreso. Si se quería que el Presidente presentara unas propuestas para solucionar la crisis capaces de granjearse el consenso de los distintos agentes políticos y sociales, ésta (o algo definitivamente muy parecido) debe ser la respuesta, sin lugar a dudas. De nada vale sacudir ahora el espantajo de la reforma del mercado de trabajo, a no ser que la intención de uno sea causar mayor conflictividad laboral. Además, el problema principal de Zapatero ahora es, para qué engañarnos, precisamente cómo construir una mayoría parlamentaria que le proporcione la estabilidad necesaria para gobernar durante los próximos tres años.

Por lo que hace a Rajoy, me parece que su primera intervención fue bastante desafortunada. Sencillamente, quien aspira a llegar a La Moncloa en las próximas elecciones no puede presentarse ante la nación con un discurso donde las propuestas de gobierno brillan por su ausencia. Eso es algo que se pueden permitir IU y los portavoces del Grupo Mixto, pero no quien pretende gobernarnos a partir del 2012. Además, el hecho de que el Presidente hubiera lanzado su batería de medidas apenas unas horas antes no hizo sino subrayar este hecho. Si acaso, puede explicarse en el sentido de que las medidas de política económica que aplicaría un posible Gobierno del PP quizá no fueran nada populares y prefieren callarse al respecto. No obstante, me parece justo reconocer que Rajoy se creció un poco durante el turno de réplica y contraréplica, y pudo salvar los trastos. En cualquier caso, no tengo más remedio que estar de acuerdo con El País cuando habla de la oportunidad perdida del PP. Hasta El Mundo no llega más allá de afirmar que Rajoy empató por primera vez con Zapatero en un debate sobre el estado de la nación (por cierto, que tiene su cosa el hecho de que los periodistas usen terminología futbolística para describir el debate) lo cual, teniendo en cuenta las circunstancias, debiera saberles a poco, creo yo.

En fin, que tanto Zapatero como Rajoy han movido ficha y ya sólo queda esperar al resultado de las elecciones europeas el 7 de junio. Es una auténtica pena que las europeas se lean siempre en clave nacional, pero así son las cosas.

11 de mayo de 2009

Entrevistas con José Antonio Griñán.

Tanto Diario de Sevilla como El País publicaron ayer sendas entrevistas con José Antonio Griñán, nuevo Presidente de la Junta de Andalucía, de las que me gustaría entresacar algunos puntos aquí. Por lo que hace a la primera, me parece que destaca su posicionamiento en cuanto a la cuestión del andalucismo:
Creo que fue Carlos Castilla del Pino quien decía hace unos días que lo peor para entender Andalucía era considerarse andalucista, porque te encierras en una sola realidad. Yo, cuando defiendo a Andalucía, la defiendo en el conjunto de España y de Europa. Y digo siempre que España es el mejor proyecto para Andalucía como Europea es el mejor proyecto para España. Ésta es mi idea general: no creo en el aislamiento, no creo que Andalucía siempre tenga razón, no creo que siempre tenga que ganar por encima de todas las demás porque nos lo merecemos. Lo que siempre digo es que Andalucía nunca va a aceptar que la traten con injusticia, que no le den aquello que le corresponde.

Ya lo discutimos durante el XI Congreso Regional del PSOE-A este verano pasado. La inclusión de ciertas referencias a Blas Infante y el nacionalismo andaluz en la Ponencia Marco preparada para aquel Confreso levantó ampollas entra los militantes y acabó por ser retirada. Me pareció correcto entonces y me lo sigo pareciendo ahora. Sencillamente, el nacionalismo andaluz es casi inexistente y cuenta, afortunadamente, con bien poco apoyo social en esta tierra. El PA, por ejemplo, ha pagado el alto precio de equivocarse en su análisis respecto a este tema, lanzándose a una alocada carrera por ser más papista que el Papa que les condujo en última instancia a desaparecer del Parlamento autonómico así como de numerosos Ayuntamientos. Cuando se trata de este tema, los andaluces no se andan con chiquitas. Existe cierta conciencia de compartir una identidad, sí, pero a lo máximo que llega es a un regionalismo acentuado, no más. El andaluz se reconoce como miembro de una comunidad política que va más allá de sus fronteras o, como claramente afirma nuestro propio himno, "por sí, por España y la Humanidad". Que nadie venga a vendernos la moto y querer montar aquí una sucursal del PNV porque se equivoca de todas todas.

Aún más importante me parece el hecho de que Griñán sepa conectar esta actitud hacia el nacionalismo con la afirmación de la solidaridad, concepto esencial donde los haya para definir la ideología (y, esperemos, también la práctica) política socialista:
...me empeño en defender a Andalucía de la manera más inteligente. Pero le añado algo más: cuando defiendo a Andalucía en el conjunto de España es porque sé que Andalucía necesita a España. Los que tienen tendencias nacionalistas, y por tanto separadoras, son las regiones europeas que han sido más ricas, porque dentro del nacionalismo siempre hay egoísmo. Andalucía no está todavía en la media de España, luego necesita al conjunto, necesita la solidaridad; por tanto, lo contrario, sería una estupidez. Si no hay cosa más tonta que ser un obrero de derechas, ser nacionalista en una región que todavía no está en la media no es tampoco muy inteligente.

Se le puede acusar de arrimar el ascua a su sardina, por supuesto, pero ésa es precisamente su función como Presidente que es de todos los andaluces. No obstante, tiene más razón que un santo. No entiendo el nacionalismo reivindicativo y anti-imperialista que han querido promocionar ciertos sectores de nuestra ultraizquierda estos últimos años, a no ser que se trate de una mera copia del modelo batasuno que tanta admiración genera entre las filas del izquierdismo estéticamente revolucionario que se gastan algunos. Sencillamente, el nacionalismo ha sido siempre santo y seña de la burguesía liberal interesada en montar estructuras de poder que respondieran a sus propios intereses económicos. La izquierda nunca se sintió identificada con las fronteras, sino que siempre apostó desde un principio por el internacionalismo. El que algunos hayan perdido el norte como consecuencia de la confusión posmoderna y el multiculturalismo localista no es razón suficiente para que los socialistas echemos por la borda más de un siglo de historia y nos abandonemos a los brazos del nacionalismo.

Igual de acertado me parece Griñán, asimismo, en las afirmaciones que hace sobre la importancia de la educación para ayudarnos a salir de esta crisis y poner los cimientos de un nuevo modelo de crecimiento económico más sostenible y racional:
Hay una urgencia, que es salir de la crisis, y en las mejores condiciones. Y luego, dos prioridades. Una, la descentralización política y administrativa, y la segunda, la educación. Los ayuntamientos pueden asumir mejor financiación y más competencias. En la educación, nuestro objetivo es que los valores dominantes sean el mérito, la capacidad, la excelencia, el estudio, el trabajo, la disposición y la disponibilidad. (...) No consiste sólo en meter más o menos dinero. Hace falta una alianza estratégica entre padres, profesores, alumnos y administración. Una alianza que sirva para que cualquier chaval sepa que lo que se valora de él es lo que aprende. Me aterra que en los colegios se vea mal a los chavales que estudian, que haya una especie de acoso colectivo a los que mejores notas sacan. (...) La formación ha cambiado radicalmente. Pero lo que me da miedo es que nos estemos preocupando mucho por el final, y no entremos en el principio. Nuestra televisión, por ejemplo, tiene que difundir eso también: no se es mejor por salir en televisión haciendo una gracia sino que se es mejor porque has estudiado mucho.

He de reconocer que me preocupan un tanto esos comentarios si está haciendo un llamamiento nostálgico a "la enseñanza de antes", que es lo que suele hacer la derecha. Cuando oímos una reivindicación de los valores del esfuerzo, el mérito y la excelencia en boca de Rajoy todos sabemos a qué se está refiriendo: a la enseñanza memorística de siempre, al prepararse para los exámenes finales como si se tratara de hacer oposiciones (algo, por cierto, en lo que casi todos los líderes de nuestra derecha han sobresalido, a diferencia de la derecha moderna de otros países, que cuando alaga a los emprendedores y defiende la libre empresa se lo cree porque sus propios dirigentes provienen precisamente de ahí) y, sobre todo, restablecer la "autoridad" en clase. Ni que decir tiene que, cuando hablan de la autoridad, están pensando realmente en que los chavales sigan a pies juntillas lo que establezca el profesor y sigan la clase sin rechistar. En definitiva, que se trata de un concepto de la educación más propio del siglo XIX que de la sociedad del conocimiento que ya tenemos aquí. En fin, confío en que Griñán vaya por otra onda completamente diferente. Después de todo, es posible reivindicar los valores que menciona desde una perspectiva bien alejada del tradicionalismo y el autoritarismo que, por desgracia, todavía vemos demasiado a menudo por estas tierras. Sea como fuere, los cambios que menciona en nuestra televisión autonómica hace ya tiempo que debieran haberse dado. Me avergüenza el hecho de que los socialistas gestionamos una televisión pública que en bien poco se diferencia de la telebasura de los canales privados. En este sentido, tenemos mucho que aprender del modelo de televisión pública aplicado en otros sitios.

En fin, cierro esta post con la reivindicación que hace Griñán de la socialdemocracia:
Ser socialdemócrata es más rojo que ser comunista. Porque lo único que transforma a la sociedad es lo posible, no lo imposible. Las lágrimas que se derramaron por las utopías que no se realizaron son muchas menos que las que se han derramado por las utopías realizadas. Si algo sabemos ya es que no podemos obligar a las personas ni a ser felices ni a ser buenas. Si no hay libertad, no hay progresismo y una política que se olvida de la libertad no es de izquierda. Por lo tanto, creo que lo rojo está en la socialdemocracia. Lo otro es palabrería.

Esa frase ("ser socialdemócrata es más rojo que ser comunista, porque lo único que transforma a la sociedad es lo posible, no lo imposible") merece ser incluida en una de nuestra ponencias marco. Dicho sea todo esto sin obviar el hecho de que no me gustado del todo el procedimiento seguido para la elección de Griñán como nuevo Presidente de la Junta en sustitución de Manuel Chaves. Y es que, sin dejar de reconocer las dificultades de afrontar un proceso sucesorio en medio de la crisis económica que nos azota, me rebelo ante la idea de quienes conciben la militancia como mera tropa para repartir propaganda, rellenar las mesas electorales y acudir a los mítines en autobuses fletados por la organización. Ni los militantes del PSOE-A ni tampoco los propios votantes se merecen este tipo de artimañas. Ello no quita, por supuesto, para que critique también la hipocresía de una derecha que acusa a los socialistas de aplicar unos métodos que ellos mismos emplean constantemente. O, lo que es lo mismo, que las raíces del problema no están en tal o cual partido, tal o cual líder, sino que va mucho más lejos. Me temo que no cambiará hasta que reformemos el sistema electoral, pero ésa es otra historia bien diferente que no vamos a tratar aquí.

12 de abril de 2009

Tradicionalismo reaccionario: un botón de muestra.

Seguramente a nadie se le oculta el hecho de que en Sevilla las filas del tradicionalismo reaccionario andan bien nutridas. He de reconocer que cuando llegué a Madrid allá a mediados de los ochenta y mis nuevas amistades me lo mencionaban yo solía responder negando la evidencia. Pero no queda más remedio que reconocerlo. La evidencia me asaltó inesperadamente hace unos días cuando iba en el autobús camino del centro con mis hijos. Justo al lado nuestra podíamos oír la conversación que mantenía un joven sevillano de unos veintipocos años con un par de amigos que vinieron de fuera (ignoro de qué otra ciudad, pero parecían tener acento argentino) a ver la Semana Santa sevillana, y la verdad es que era para sonrojar al más descarado.

En primer lugar, ante el comentario de uno de los amigos de que no se veían perros abandonados por las calles, al buen paisano mío no se le ocurrió otra cosa que comentar que seguramente se debe a la presencia de restaurantes chinos en la ciudad los cuales, según él, han ido extendiéndose "por todos sitios de forma imparable" en los últimos años. En principio, podría uno pensar que se trataba de un chiste de mal gusto que ya está, dicho sea de paso, bastante manido. Pero no, ni mucho menos. El buen paisano estaba hablando en serio y hasta procedió a explicar cómo desde que se abrieron los mencionados restaurantes chinos desaparecieron los perros de las calles porque "los usan para cocinar a bajo precio y competir con nuestra cocina tradicional". Que yo recuerde, los perros callejeros dejaron de verse en Sevilla entre mediados y finales de la década de los ochenta, debido a las acertadas políticas aplicadas desde el Ayuntamiento y, por supuesto, a la colaboración ciudadana. Vamos, que su desaparición se produjo mucho antes de que comenzaran a abrirse restaurantes chinos por la ciudad en un buen número, lo cual no sucedería hasta la década de los noventa.

Pero como el desparpajo con el que nuestro querido reaccionario xenófobo había procedido a explicar la ausencia de perros callejeros en Sevilla no le pareció suficientemente castizo, continuó haciendo alarde de su patriotismo del tres al cuarto afirmando que había "demasiados restaurantes extranjeros" en la ciudad. Al fin y al cabo, "¿a qué viene eso de comer comida china cuando tenemos nuestra magnífica cocina española?", comentario que se vio obligado a aderezar con el consabido argumento de que "quien quiera comer comida extranjera, que se vaya a vivir al extranjero".

Ni que decir tiene que gracias a la contribución de tan magnífico guía, los visitantes debieron haberse llevado una más que interesante impresión de Sevilla. Lo que todavía no tengo claro es si nos situarán, en lo que respecta a la mentalidad, en el Paleolítico o el Neolítico.

Afortunadamente, se trata tan sólo de un botón de muestra. Como este sin par individuo hay, por desgracia, muchos otros en esta maravillosa ciudad. Se trata de necios intolerantes que confunden el amor por su tierra con el egocentrismo narcisista y, lo que es peor, vivir anclado en un pasado supuestamente mejor en el que, en realidad, la amplia mayoría de la población (salvo, eso sí, las elites privilegiadas de las que suelen provenir estos individuos) malvivía como podía sin recursos, educación ni perspectivas de futuro. En fin, tendremos que apechar con lo que tenemos, pero me duele que encontremos este tipo de personaje hasta entre las generaciones más jóvenes. Ni que decir tiene que esta no es la Sevilla con la que sueño. La Sevilla a la que aspiro afirma su identidad sin necesidad de rechazar a los demás, insertándose en el mundo globalizado en que vivimos. Mira, además, no hacia el pasado, sino hacia el futuro. Se trata de una Sevilla que puede disfrutar de sus fiestas tradicionales sin necesidad de imponérselas a los demás (ni siquiera a quienes nacieron aquí) como prueba de "buen sevillano auténtico". Pero, lo que me parece más importante de todo, la Sevilla con la que sueño es dinámica, tolerante, abierta, arriesgada, dispuesta a entregarse a la experimentación, innovadora y cambiante. No se trata de la Sevilla de las esencias inmovilistas, no. A ver si entre todos/as acertamos a construirla.

12 de marzo de 2009

El PSM boicotea los actos del 11-M.

Leíamos ayer en la prensa digital que el PSM había boicoteado los actos del 11-M organizados por la Comunidad de Madrid. Aún entendiendo las razones que han llevado a los compañeros de Madrid a tomar esta decisión (el vergonzoso carpetazo que Esperanza Aguirre ha dado a la comisión de investigación sobre el escándalo del espionaje en su Comunidad), he de reconocer que no comparto para nada sus conclusiones. Es más, creo que los compañeros del PSM han cometido un enorme error de cálculo. Un acto dedicado a las víctimas del brutal atentado terrorista del 11-M no debiera convertirse jamás en excusa para lanzarse puyas entre unos y otros, sino que debiera tomarse más bien como la ocasión de demostrar ante los ciudadanos que quienes nos dedicamos a la política somos capaces de poner nuestras diferencias al margen cuando así lo requieren los intereses de la comunidad. Con esta decisión, el PSM ha demostrado bien a las claras su incapacidad para ver más allá de las mezquinas disputas partidistas, poniendo los intereses generales por encima de todo. El hecho de que Esperanza Aguirre se haya comportado con la intolerante arrogancia que le caracteriza no es óbice para que nosotros hagamos lo correcto. Y, como digo, creo que en este caso nos hemos equivocado y convendría rectificar públicamente. Para dignificar la política y demostrar que realmente somos una alternativa de gobierno debemos, en primer lugar, comportarnos con una generosidad de espíritu que nos ha faltado en este momento.

30 de enero de 2009

Políticas económicas socialdemócratas.

Tanto se ha venido escribiendo en los últimos tiempos sobre la necesidad de regular la actividad económica y desarrollar una política económica socialdemócrata que venga a poner fin a los excesos de la época neoliberal que, mucho me temo, corremos el riesgo de que el péndulo avance demasiado en la dirección opuesta. O, para ponerlo en otros términos, me da la impresión de que mucha gente habla de políticas socialdemócratas cuando en realidad quieren decir estatismo. Son sobre todo los sectores próximos a Izquierda Unida y algunos sindicatos los que están tratando de aprovecharse de las duras circunstancias económicas por las que atravesamos para darle la vuelta a las manecillas del reloj y devolvernos a unos tiempos en los que el dinero caía del cielo y la igualdad imperaba en nuestras sociedades, o al menos así aparecen en su febril imaginación. Yo, por el contrario, pienso que debemos andarnos con cuidado en estos momentos. Una crisis es, sin lugar a dudas, la oportunidad de llevar a cabo los cambios que en tiempos mejores suelen aplazarse y sentar las bases para las próximas décadas, pero precisamente por ello es algo que debemos afrontar también con cierta responsabilidad, sin dejarnos llevar por demagógicos cantos de sirena y, sobre todo, siendo perfectamente conscientes de que la máxima según la cual "todo tiempo pasado siempre fue mejor" no suele ser sino un camelo.

Veamos, ¿en qué consiste una política económica socialdemócrata? Según me parece, tiene los siguientes rasgos distintivos:
  1. Reconocimiento de los límites del mercado como mecanismo para alcanzar nuestros objetivos como comunidad política. Digámoslo alto y claro, y digámoslo ya: el sistema de libre mercado ha probado ser, por el momento, el menos malo de los sistemas económicos. No podemos descartar la posibilidad de que en el futuro pueda aparecer una mejor manera de organizar nuestros recursos, pero de momento tenemos lo que tenemos. Cualquier intento de construir una alternativa al libre mercado durante el siglo XX ha acabado en fracaso estrepitoso en todos los frentes, no sólo en el económico, sino también en el político (con la construcción de algunos de los regímenes totalitarios más opresivos y criminales que haya visto la Humanidad). Conviene no olvidar las lecciones de la Historia, por más que nuestros comunistas se empeñen en hacer borrón y cuenta nueva echando mano ahora del experimento chavista en Venezuela, como si todos tuviéramos a mano las reservas de petróleo de que disfrutan allí y como si no se viera venir ya dónde puede acabar todo dentro de unos años si Chávez llega alguna vez a perder unas elecciones democráticas. Sin embargo, y pese a todo ello, no queda más remedio que reconocer que el libre mercado es un mecanismo autónomo que no entiende de valores humanos. Se fundamenta en un sistema de retroalimentación que ofrece los beneficios de su enorme adaptabilidad y eficiencia, pero que no acierta a ver más allá del mero provecho económico. Dudo mucho, sin embargo, que haya muchos partidarios entre nosotros de someter la vida humana a criterios de eficiencia económica sin más ni más. Estoy convencido de que ni siquiera los partidarios del liberalismo económico estarían dispuestos a afirmar eso de forma tan tajante. Las comunidades políticas se basan en una serie de supuestos y valores compartidos de una naturaleza bien distinta. Conceptos como el de tolerancia, igualdad o justicia le son completamente indiferentes al sistema de mercado. Sencillamente, no computan. No son cuantificables. Se trata de conceptos filosóficos, artificialmente creados por el ser humano, valores nuestros que no tienen existencia siquiera en la naturaleza física que nos rodea. Pese a todo, no sería posible construir una comunidad política decente sin afirmarlos, defenderlos y potenciarlos. Ahí es donde entra en juego el concepto de regulación: el Estado, como representante de la comunidad en su conjunto establece unas reglas básicas del juego que regularán la actividad económica y social de todos los agentes sociales, y estas reglas son precisamente la expresión de esos valores fundamentales que consideramos vitales como comunidad.
  2. El Estado es el encargado de marcar los objetivos últimos del sistema económico, como componente que es de un ente mayor que le precede, la comunidad política. Es decir que, lejos de permitir que los agentes económicos actúen siempre según su libre albedrío, el Estado interviene para establecer los objetivos últimos de la actividad económica, al igual que sucede en otros ámbitos. Y, cuidado, porque esto no quiere decir que el Estado haya de inmiscuirse en la actividad cotidiana de los agentes económicos, planificando su comportamiento del día a día. Simplemente, se limita a establecer un objetivo final, a liderar en el sentido no de ordenar, sino en el de proveer de una visión a largo plazo. De lo contrario, se cae bien en el economicismo puro y duro del neoliberalismo, construyendo un Golem autónomo que no entiende de preocupaciones ni valores humanos (es decir, lo que hemos tenido en los últimos veinte o treinta años), o bien en la planificación totalitaria que no deja resquicio a la libertad individual (en otras palabras, el comunismo). La política socialdemócrata no cree en un extremo ni en el otro, sino que apuesta por un sabio término medio, por la mesura y el sentido común de los valores humanos frente al economicismo y la libertad individual frente al comunismo.
  3. Desarrollo de políticas de igualdad y políticas sociales. En línea con lo escrito anteriormente, los socialdemócratas creemos en la necesidad de fomentar ciertos valores que nos parecen fundamentales para la existencia de una sociedad saludable. Pues bien, la igualdad de oportunidades es uno de esos valores fundamentales, objetivo esencial de nuestras políticas. Para desarrollarlo, llevamos a cabo políticas sociales de extensión de derechos y servicios que pueden tomar (de hecho, han de tomar) formas diferentes según las circunstancias, según la historia de cada comunidad política y, sobre todo, según los tiempos. En ese sentido, lo que importa es el objetivo final (la igualdad de oportunidades) y no el mecanismo concreto por el que optemos para llevarlas a cabo. Esto último es algo meramente circunstancial, algo que se adaptará siempre al contexto en que nos toque vivir.
Una vez establecido todo esto, se me puede decir con toda la razón del mundo que la democracia cristiana afirma unos valores similares, si no idénticos. Cierto. Después de todo, no hay que olvidar que el Estado del Bienestar es obra precisamente del consenso alcanzado entre socialdemócratas y democristianos después de la Segunda Guerra Mundial. Es decir, que las líneas fundamentales de política económica aquí descritas no nos pertenecen a nosotros solos. Pero, lejos de preocuparme, ello no hace sino convencerme aún más de que seguramente se trate de la política adecuada. Cuando socialdemócratas, democristianos y aquellos que defienden el llamado liberalismo social coinciden todos ellos en una política determinada frente a la defendida por quienes se encuentran en los extremos (es decir, el neoliberalismo y el comunismo), debe ser precisamente que estamos en el buen camino. En política, como en muchas otras cosas (pero sobre todo en política), me parece que el justo medio que defendiera Aristóteles es lo más razonable, siempre y cuando se conciba éste de una forma amplia y no como centro geométrico y equidistante. En otras palabras, que creo en el centro como zona o área, más que como punto. En todo caso, me perocupa bien poco con quién pueda coincidir en una opinión si la considero correcta. Sólo los fanáticos del anti-todo prestan atención a esas cosas.

¿Pero a qué vienen todas estas reflexiones? Pues precisamente al hecho de que, como indicaba al principio del todo, veo un cierto peligro a simplificar las políticas socialdemócratas en el actual estado de cosas. Corremos el peligro de pasar de un liberalismo salvaje donde la sacrosanta mano invisible lo es todo a otro dogmatismo no menos peligroso donde es el intervencionismo estatal el que nos va a sacar las castañas del fuego. Hay que tener mucho cuidado porque, como digo, ni una posición ni la otra me parece correcta. Lo que hay que perseguir, más bien, es una política que acierte a combinar las dosis necesarias de regulación e iniciativa estatal con el dinamismo, la innovación y la flexibilidad que sólo el sector privado puede aportar. En eso consiste una política sensata a principios de este siglo XXI que nos ha tocado vivir.

2 de enero de 2009

Víctimas del terrorismo sin cobrar indemnización: la trágica cara de la ineficiencia de las Administraciones Públicas.

Mientras leía hoy la prensa digital, me encuentro con una noticia publicada por El País en la que se nos hace saber que el Ministerio del Interior acaba de localizar un total de 389 víctimas del terrorismo de ETA que aún no han cobrado indemnización alguna y me asaltan varias dudas al respecto. En primer lugar, llama la atención que tantas víctimas ignoren su derecho a una indemnización del Estado en caso de ser víctimas del terrorismo. ¿Acaso no se habla lo suficiente sobre el tema en los medios de comunicación? ¿O puede ser, quizás, que las asociaciones de víctimas del terrorismo no están tanto al servicio de todas las víctimas, sino tan sólo de las que han decidido asociarse? Por lo que leo en la citada noticia, todo parece indicar que lo segundo va más encaminado, por inmoral y escandaloso que parezca. De hecho, leo textualmente lo siguiente:
La Dirección General de Apoyo a las Víctimas del Terrorismo inició una investigación y concluyó que a 11 heridos directos, algunos graves, en el atentado de Hipercor, no se les había notificado las sentencias penales, la última del 23 de julio de 2003, como víctimas de atentados. Estas personas no tenían representación en el proceso y nadie les comunicó sus derechos. Ni la Audiencia Nacional ni el Gobierno de entonces ni las asociaciones de víctimas lo hicieron porque no estaban asociados.

Más claro, agua. No obstante, puesto que entiendo perfectamente que El País tampoco ha de ser un medio necesariamente neutral e independiente cuando se trata de estas cosas, me reservaré mi opinión con respecto a la responsabilidad que puedan tener las asociaciones de defensa de las víctimas del terrorismo en este desaguisado. A lo mejor debieran gastar menos energías en estrategias partidistas (en otras palabras, haciéndole el juego al PP, para hablar claro) y preocuparse más de prestar servicios a las víctimas del terrorismo.

En cualquier caso, hay otro asunto que me parece muchísimo más importante. ¿Cómo es posible que el Estado desconozca la existencia de tantas víctimas del terrorismo? ¿Tal es el desbarajuste dentro de la Administración Pública que nadie es capaz de tomar nota de aquellas personas que han sufrido algún tipo de heridas como consecuencia de un ataque terrorista? Es más, ¿qué Administración tenemos que espera a que sean las víctimas quienes tomen la iniciativa en este tipo de situación, en lugar de ser el Estado mismo quien facilite las cosas y se encargue no ya de identificar a las víctimas y sus familiares, sino también de llevar a cabo todas las gestiones de forma rápida y eficaz, especialmente teniendo en cuenta las difíciles circunstancias por las que deben estar pasando los implicados? ¿O es que nos parece lógico que se lancen, después de sufrir el atentado, al masoquista laberintoen que suele convertirse cualquier gestión administrativa en nuestro país? La parte final de la noticia me parece especialmente vergonzosa:

Aunque la legislación española exige a los destinatarios de las indemnizaciones como víctimas del terrorismo que la soliciten previamente —los plazos máximos son de un año después del atentado y de seis meses, tras la sentencia—, la Dirección General de Apoyo a las Víctimas del Terrorismo interpretó que los derechos de las 11 víctimas de Hipercor no habían caducado porque nadie les había informado de los mismos. Consultada la Abogacía del Estado, respaldó dicha interpretación.

Esta oficina de Víctimas dedujo que si 11 heridos del ataque de Hipercor, pese a la notoriedad pública del atentado, desconocían sus derechos y no habían percibido indemnización, habría otros muchos casos similares, por lo que puso en marcha el programa de localización de víctimas en colaboración con la Audiencia Nacional.


En fin, que el hecho de que nadie informe a las víctimas del terrorismo de sus derechos parece de lo más normal. Cierto, los individuos afectados podían haber tomado la iniciativa. Pero algo me dice que lo menos que debe esperarse en una sociedad civilizada es precisamente que le ahorremos a las víctimas de la violencia de cualquier tipo el mal trago de tener que ir de ventanilla en ventanilla informándose de cuáles son sus derechos, especialmente cuando no cuesta nada hacer las cosas bien. Todo parece indicar que la reforma de la Administración sigue siendo hoy tan necesaria como cuando se discutía sobre ella por primera vez durante nuestra transición a la democracia. Es más, debiera convertirse en elemento principal de un socialismo de nuevo cuño, un socialismo ciudadano, cercano a la calle, preocupado por el servicio que se presta a través de los distintos niveles de nuestra Administración. Se trata de una reforma que se ha pospuesto demasiadas veces, casi siempre por el temor que infunden unos funcionarios muy bien organizados en la defensa de sus intereses corporativos.